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viernes, 14 de septiembre de 2012cermi.es semanal Nº 46

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Los raros

Alejandra Pizarnik o la tierra llagada del poema

Por Esther Peñas

01/09/2012

Este mes de septiembre se cumplen cuarenta años de la muerte de una de las poetas más seductoras del siglo XX: Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972), una escritora que hizo de la autodestrucción un arte destilado. Comenzó por aniquilar su nombre auténtico, Flora, que transmutó por Alejandra cuando publicó su primer libro, ‘La tierra más ajena’, en 1955. Un error de registro ya había alterado su apellido, Pozharnik, cuando sus padres, dos judios rusos que huían de Europa, llegaron a Argentina. Culminó por devorarse a sí misma con una ingesta de barbitúricos durante un permiso hospitalario. Llevaba ingresada meses en un hospital psiquiátrico bonaerense tras haber tenido dos intentos de suicidio.

Lo que hay entre medias, nada menos que la vida, su vida, se caracteriza por una personalidad mellada por los complejos no resueltos que enraizaron en su infancia: tendencia a engordar, acné, tartamudez, escasa altura... Su constante duelo imaginario con su hermana Myriam, una muchacha resuelta, risueña y hermosa, no hicieron sino debilitar aún más su autoestima. Myriam resultaba el esplendor de una mujer; ella, Alejandra, solo un proyecto, con un diagnóstico de trastorno límite de la personalidad. Ni siquiera el don de la palabra pudo apaciguarla. Muerte, dolor, infancia y soledad son sus campos temáticos. No hay nada más allá de ellos para Alejandra.

En la década de los sesenta se instala en París, donde entabla amistad con Octavio Paz (que le prologó su diván ‘El árbol de la diana’), Cortázar y Rosa Chacel. Pero es cuando regresa a Buenos Aires cuando compone los poemarios más audaces y conmovedores, sobre todo ‘Extracción de la piedra de la locura’ y ‘La condesa sangrienta’, una loa a una de sus querencias más perversas, la condesa de Báthory.

Ninguna referencia social, políticamente comprometida. Pizarnik está seducida por lo onírico, y allí siembra su pluma. Sus imágenes, de reflejo surrealista, nos sitúan en un paisaje inquietante por lo irracional y, sin embargo, no dejan de resultar cálidas. De ‘Promesas de la música’ es el texto que sigue: “Detrás de un muro blanco la variedad del arco iris. La muñeca en su jaula está haciendo el otoño. Es el despertar a las ofrendas. Un jardín recién creado, un llanto detrás de la música. Y que suene siempre, así nadie asistirá al movimiento del nacimiento, a la mímica de las ofrendas, al discurso de aquella que soy anudada a este silencio que también soy. Y que de mí no quede más que la alegría de quien pidió entrar y le fue concedido. Es la música, es la muerte, lo que yo quise decir en las noches variadas como los colores del bosque”.
 
Sus diarios, publicados de manera fragmentada (y no deja de resultar, a quien firma estas líneas, una obscena intromisión en la ladera más íntima la edición de diarios y epistolarios) nos ofrecen tal vez la perspectiva más fascinante de Pizarnik: ella misma. A través de sus páginas, vamos adentrándonos en una procelosa travesía en la que el desencuentro, el desdoblamiento del yo, la decepción y la búsqueda infructuosa de la esencia de las cosas mismas van empujando a Alejandra al vacío. No es metáfora: “No vivir, ahora que la vida me tiende la vida, es extraño. Pero voy a confesar la verdad, la confesaré aunque me tenga que morir llorando, diré la verdad, que es ésta: yo no quiero vivir, yo quiero un interés obsesivo por dos cosas: los libros y mi poesía”.

Pero sus diarios se publicaron mutilados. En una caja fuerte se custodian, por una parte, todos los fragmentos que ahondan en la pérdida de su familia en el Holocausto; por otra, su análisis sobre el sexo, rayando, incluso, lo pornográfico. Hay quien asegura que era homosexual. Amaba a Janis Joplin. Lo proclamaba a los cuatro vientos, aunque no hiciera falta, ya que la escuchaba a todas horas, con un volumen ensordecedor. Le afectó mucho la muerte de la cantante. Y la escribió un hermoso poema: “a cantar dulce y a morirse luego/no:/ a ladrar./ Así como duerme la gitana de Rousseau /así cantás, más las lecciones de terror. /Hay que llorar hasta romperse/para crear o decir una pequeña canción, / gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia/ eso hiciste vos, eso yo./ Me pregunto si eso no aumentó el error. /Hiciste bien en morir./Por eso te hablo,/ por eso me confío a una niña monstruo”.

Ni siquiera, ya lo dijimos, el lenguaje pudo rescatarla. Pocos poetas contemporáneos han reflexionado tanto sobre el lenguaje de un modo tan económico, en cuanto a profusión de palabras, como ella. Pero, si Leopoldo Lugones murió al comprender que la realidad es inefable, Alejandra estaba a punto de descubrir la fatalidad: “Mis poemas de ahora están muertos. Siento que nada vibra dentro de mí. Hay una herida y esto es todo. Pero se cumple en un lugar donde el lenguaje no parece necesario".

Hay poetas, Pizarnik es un buen ejemplo de ellos, que sienten una suerte de fatal atracción por lo oscuro, por las heridas comunes de los hombres, y pisan su tierra, la tierra en la que sólo el lamento, el aullido y el grito desesperado alumbran; una tierra de la que jamás se regresa intacto, sino llagado de por siempre.

De Pizarnik resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.

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