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sábado, 21 de junio de 2014cermi.es semanal Nº 128

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Los raros

Bruckner, el asceta de composiciones solemnes

Por Esther Peñas

17/06/2014

La hipersensibilidad, tan festejada y anhelada por los románticos, mata. O consume, que viene a ser lo mismo. O extenúa, que es como arrancar la vida y dejar un sucedáneo. Parece un contrasentido, pero no lo es.

Anton Bruckner, compositorUn exceso de belleza antecede al desmayo. Un exceso de belleza incluso se convierte en pórtico del deceso. La hipersensibilidad termina por almorzarse las últimas pavesas de lo soportable. No estamos preparados para ella. Por eso es excepción. No deja de ser un exceso de entrega que, como el pelícano (no en vano Cristo mismo se representa en ella) se despedaza para darse. A la belleza o a lo que proceda.
 
Lo que procede en el caso del compositor austriaco Anton Bruckner (1824-1896) era el misticismo. Hipersensibilidad a lo que trasciende. Comenzó a experimentarla a partir de su primera depresión. Tres meses internado en una clínica de Bad Kreuzen, el resto de su vida con un corazón a la intemperie. Sin palio alguno. 
 
Nadie sabe qué motivó esa honda depresión que arrastraría ya de por siempre. Se cree que pudo deberse a la obsesión por encontrar un lenguaje musical nuevo. Viajó a Viane, escuchó ‘Tristán e Isolda’, de Wagner, y quedó entusiasmado (enthusiamado etimológicamente quiere decir ‘arrebatado por la fuerza divina’, el adjetivo, que desciende del griego, no es inocente). Quería escribir sobre el pentagrama una nueva expresión, un idioma distinto. Como hizo Wagner. Pero de otro modo. En su modo. Encontró algunas composiciones que le acercaban al éxtasis. Pero el éxtasis necesita del valle para reponerse. Volvió a ingresar.
 
Comienza a tener escrúpulos. Manías. Extravagancias. Cree que sólo la vida ascética podrá conducirle allí donde las notas se disponen para la gloria. Renunció a los placeres –siquiera frugales- de la comida, a los amor (se cree que se preservó casto, aunque se enamoró fervientemente, todo en él era fervoroso, sobre todo su catolicismo extremo, de Josephine Lang y después de su hija) y se entregó a la música. Como motor primero. Mejor, segundo. 
 
Así fue descubriendo un contrapunto radical (que después dejaría huella en Mahler) y unas armonías románticas delicadas y emocionantes. Canta a la naturaleza, pero sobre todo al Gran Arquitecto (de hecho, se le conoce como ‘el cantor de Dios’). A los directores de orquesta les fastidia Bruckner. Les resulta un campesino tosco. Pero es un sinfonista que arrebata, si uno suspende el ánimo y se entrega a su escucha. 
 
Bruckner era espartano, pero sus composiciones son grandilocuentes (el estupor que causó en él Wagner no palideció nunca). No hay pasión en ellas (pasión humana), se le recrimina, pero hay sentimientos profundos (religiosidad, reverencia absoluta por lo creado).
 
Tarda entre tres y cuatro años en dar por buenas cada una de esas sinfonías. Y está cómodo con ellas. Es tímido. Los demás, considera, le preceden. La depresión asoma, azota, se esconde. No se va nunca. Sufre algún episodio de trastorno mental.  
 
Entonces se cruza a su paso Hermann Levi. Lo toma como alumno y hace de él un director con enorme proyección. Pero el discípulo, poco delicado, comienza a encontrar tachas a la Octava sinfonía del austriaco. Tachas. Astillas. Censuras. Fallos. No los había pero él dio con ellos. Y Bruckner se siente pequeño, y deja de estar satisfecho con su trabajo. Y comienza a corregirse para satisfacer las sugerencias de Levi. Y se siente desamparado. Y solo. 
 
Anton Bruckner, compositorEduard Hanslick, un despiadado crítico, se burla de él. De sus hermosísimas sinfonías. Bruckner titubea, una y otra vez. Esa hipersensibilidad hacia la música ya no le protege. Le lacera. Cree lo que otros dicen de él. Que no es bello lo que alumbra. Y él, que ama la música por encima de cualquier otra cosa, se afana por pespuntar esa sinfonía que calle a todos, no por demostrar que él era un genio, cosa que no sabía, sino por ofrecer belleza afinada. Es estado puro. El desmayo. 
 
La Novena encierra una violencia descarnada en la orquesta atemperada por lo espiritual que se introduce a continuación, con esos violines que dan paso a un alarde contrapuntístico en el que Bruckner emplea cuatro melodías de forma simultánea, procurando a quien escucha el gozo de multitud de sensaciones. La belleza. El desmayo. 
 
Cansado, decepcionado, injusto con él mismo, Anton Bruckner falleció en Viena el 11 de octubre de 1896, a causa de una crisis fulminante de hidropesía, sin terminar su Novena. 
 
De Bruckner resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
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