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viernes, 31 de julio de 2015cermi.es semanal Nº 178

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Los raros

Camille Claudel o la locura de amor

Por Esther Peñas

31/07/2015

El 10 de marzo de 1913, siete días después de morir su padre, el único hombre que no la abandonó y que trató de entenderla, Camille Claudel fue internada en el manicomio de Montdevergues. Entonces ni la peor de sus pesadillas arrojaba el saldo que la deparó el destino: treinta años encerrada en un lugar tan hermoso en lo externo como lóbrego en lo íntimo.

Retrato de la joven Camille ClaudelSu madre y su hermana, que la tenían por perturbada desde que se entregara a la escultura, llevando una vida que ellas calificaban de disoluta y enviciada, prohibieron que nadie fuera a visitarla, excepto su hermano, el poeta y dramaturgo Paul Claudel, quien no fue muy generoso, ya que tan solo en siete ocasiones ejercitó esta prerrogativa. Paul Claudel, el hombre en constante arrebato místico que puso el don de su palabra (más le hubiese valido el de la ebriedad) al servicio del magisterio de la fe católica, apenas encontraba disposición para aliviar el inmenso dolor enjaulado en Camille. Inflexible, no cedió ni a los informes favorables de los médicos, ni a las recomendaciones de los facultativos. Paul Claudel fue implacable respecto de la decisión tomada. Nadie es profeta en su tierra, menos de su sangre. Acaso.
 
Con doce años, Camille Claudel (Fère-en-Tardenois, Aisne, 1864- Montdevergues, 1943) conoció a Paul Dubois, director de la Escuela Superior de Bellas Artes de París, quien la aceptó como discípula; más tarde, en 1883, ingresa en la academia Colarussi, donde conoce a Auguste Rodin, que sustituyó a uno de los profesores, Alfred Boucher. Rodin advierte el talento de Camille y la invita a trabajar en su taller. Camille no sólo posa para él sino que colabora en la realización de la monumental ‘La puerta del Infierno’. No recibe remuneración alguna. Enfebrecida, avivándose el ingenio el uno al otro, ambos se retan. Habrá quien confunda las obras de una y otro; habrá quien piense que las de Camille son estelas de las de su maestro, pero lo cierto es que sus esculturas tienen una huella impar. 
 
'La edad madura' escultura de Camille ClaudelA pesar de la edad (ella, veinte años; él, cuarenta y tres) no tardan en convertirse en amantes, y es el suyo un amor en constante turbulencia, en sostenida algarada, de flujos y reflujos, de inspiración, celos, dependencia, opresión... pero Rodin dispone de una amante fija, a la que no desea suplantar, Rose Beuret. El sufrimiento de Camille alumbra una de sus esculturas más conmovedoras, ‘La edad madura’, un bronce en tres partes en el que un hombre entrado en años, Rodin, ocupa el centro de la composición, atrapado por las zarpas de un ser a caballo entre las formas angelicales y demoníacas, Rose, ambos cubiertos por telas retorcidas que imprimen un dinamismo que roza lo patético. Una joven, mendicante, trata de retenerlo, sin éxito. Ella, de cuerpo terso y rostro desgarrado, aparece desnuda. La alegoría es clara. 
 
Ya había realizado otras de belleza insólita, como ‘Sakountala’, una escultura en mármol blanco, un drama hindú que representa al rey Dusyanta de rodillas, pidiéndole perdón a su amante. La pieza, empastada, sólida y firme, destaca por su gran sencillez. El tema lo retoma años después con ‘El abandono’, de menor tamaño. Las proporciones ya no se respetan, ya el rey ocupa el mismo volumen que la bella amante, y la obra destila desamparo y padecimiento. 
 
'El vals', escultura de Camille ClaudelInfinita resulta ‘El vals’, también en bronce, con un energía sorprendente, en el que la pareja apenas si se sostiene. Uno espera el movimiento en cualquier instante. La tensión entre bailarines disemina intimidad y pasión. Los rostros se rozan. Los cuerpos se acarician. 
 
Cuando Rodin la abandona, después de haberla humillado y utilizado, Camille se refugia en un minúsculo estudio parisiense. Apenas tiene para comer. Apenas puede comprar material. Sus ropas, sucias y roídas. Su mente, en frenética actividad. Mantiene un fugaz romance con Claude Debussy, pero lo abandona pronto, al enterarse de que tiene otra amante. No quiere repetir el quebranto. No puede hacerlo.
 
Cuando Rodin la abandona, en Camille lentamente se cultivan las larvas de la locura. Cuando Rodin la abandona, las crisis nerviosas, como sombras fantasmagóricas en paisajes ajenos, le acampan. Cuando Rodin la abandona, la paranoia se acostumbra a distraerse en ella. Cuando Rodin la abandona...  
 
Camille no soporta ese abandono. Se quiebra. Se descerraja. Aviva de tal modo su odio (que es tanto como decir que aviva y perpetúa de tal manera su amor) que se obsesiona con que quiere matarla, robarla sus obras, escamotearlas sus bocetos... No la sostienen ni las críticas entusiastas de sus tallas, ni las exposiciones que protagoniza. Cuando Rodin la abandona...
 
Aprovechando una de sus últimas crisis nerviosas, en la que destrozó numerosas obras, su madre y su hermana (Némesis, Ptono, esos dioses griegas que encarnan la envidia), consentidas por el prócer de las letras, por el insigne Paul Claudel, la ingresan. Ya saben el resto. Ya conocen el resto. Ya imaginan el resto. Cuando Rodin la abandona. 
 
El 19 de octubre de 1943 muere. No había vuelto a esculpir. Treinta años confinada, en ascética y dramática soledad. Debió encontrar una hendidura para respirar, para desplegar sus alas. No sabemos cuál. A veces se la escuchaba, lúcida, resignada... “Reclamo la libertad gritando a pleno pulmón... Merecía algo más que esto”. Cuando Rodin la abandona...Camille Claudel en el manicomio
 
Fue enterrada en una tumba sin nombre, a la que se le asignó la identificación ‘1943-n392’. El ínclito Paul Claudel, tenido por hombre de bien, no acudió a darle tierra. Tal vez le aterraba la idea de parecerse demasiado a su hermana, tal vez le espantaba la tentación de ceder a la gloria y perder la razón. Tal vez a Paul el tiempo le arrebate esa misma gloria que conoció camino de la perfección. La justicia poética tiene sus cauces –a veces subterráneos– para reparar agravios. 
 
A la muerte de Paul Claudel, en 1955, los parientes más cercanos quisieron que los restos de Camille descansaran en una tumba digna, al menos, bajo una lápida con su nombre. Ya era tarde. Las sucesivas ampliaciones del sanatorio de Montdevergues exigieron escarbar en el terreno, mezclando los osorios, y los despojos de Camille nunca se encontraron. 
 
Sobre Camille Claudel se han rodado dos películas, una dirigida en 1988 por Bruno Nuytten, con Isabelle Adjani y Gérard Depardieu (interpretando a Rodin) y otra más reciente, más terrible, más desgarradora, con una inmensa Juliette Binoche que apenas habla pero que es capaz de mostrar al espectador su proceloso mundo interior. 
 
De Camille resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
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