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viernes, 21 de junio de 2013cermi.es semanal Nº 84

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Los raros

Quiroga, sí, o lo fatal

Por Esther Peñas

17/06/2013

Lo fatal es un concepto telúrico en su reflejo y metafísico en sus entrañas. La fatalidad, el infortunio, el desastre humano, lo cenizo, el gafe... Parece leyenda y, sin embargo, a veces toma forma corpórea. Horacio Quiroga. En Horacio Quiroga (Uruguay, 1878, Buenos Aires, 1937) los oscuros hados enredaron su existencia hasta comprometerla con la mufa, que dicen los lunfardos a la mala suerte.

Aún lactante, se quedó huérfano de padre. Un disparo de escopeta acabó con su vida. Un disparo que, como eco diabólico, escuchará más de una vez, tiznando de pólvora sus días. Nunca supo si fue un disparo fortuito o intencionado. Ambas opciones resultaban plausibles. Escogió quedarse con la duda. Y la duda lacera como hoja de navaja.

Su madre, respetando el tiempo de luto, once exactos años, contrajo nuevas nupcias. Quiroga tuvo padre sustituto. Pero apenas pudo encariñarse con él. A los cuatro años de feliz relevo, una apoplejía fulminante le animó a huronear en las zonas oscuras de su alma, y se quitó la vida. Con la misma escopeta con la que Quiroga resultó huérfano ya una vez. La vez primera. La segunda, fue, además, testigo. Entraba Quiroga, con 16 años recién cumplidos, a tiempo para contemplar, con horror, cómo el dedo de uno de los pies de su padrastro accionaba el gatillo. Como en un mal sueño del que no había despertar alguno, despertar posible.

Horacio Quiroga, el exquisito hacedor de relatos, el mentor latinoamericano de lo fantástico, el mecedor de la selva, de los cuentos de amor turbio y prosa contundente. A los 23 años, después de haber viajado a Europa, donde conoció a Darío en la ciudad del amor, París, regresó a su tierra natal.

Él, Horacio, ya conoció el amor.  Quedó traspasado por él con María Esther Jorkovsky. Mas la madre de su enamorada evitó el casorio. Quiroga, preso de la llama del amor pura, hará que los desvelos futuros respondan a un mismo nombre, María. A María le dedicó ‘Una estación de amor’ (oliendo a melancolía tendida en la cuerda de la ropa del recuerdo)  y ‘Las sacrificadas’ (donde el desencanto marca la pauta de este baile entre madre e hija).

A María Cires, una alumna con la que vivió en la selva,  le brindó ‘Historia de un amor turbio’  (una sensacional historia de decisiones, y de amor primero). 
 
Pero antes de eso, Quiroga regresa de Europa y asiste a su mejor amigo, Federico Ferrando, en las horas previas a un duelo fijado. Horacio, que limpia el arma, la dispara accidentalmente. Y accidentalmente lo mata. A su amigo.

Después, con María Cires, madre de dos de sus hijos, se traslada a la selva. Y allí él se desespera, y se inquieta, y enloquece, y ella se deprime... y se envenena. La muerte corteja a Quiroga en una danza propia del oficio de tinieblas. Acerca el beso, pero no le llega.

Y así la descarnada Parca todavía le habrá de zarandear con más muertes insólitas e imprevistas –como si alguna no lo fuera-, la de sus dos hermanos, a los que sesga el tifus.

Una tregua. Se llama María, María Elena Bravo, treinta y un años más joven que él, amiga de su hija. No da de sí su asombro. La felicidad le concede favor. Sí, pero breve. Apenas un suspiro y María Elena se cansa, se estomaga del carácter hosco del alma de su esposo y lo abandona, llevándose consigo a la hija de ambos.

Y así Quiroga iba cincelando su estilo literario, preciso, como un bisturí que disecciona el horror, tan nítido le resulta que su pulso no tiembla ni teme al hacerlo; el horror, sobre todo, que se cierne en el corazón mismo de la apacible naturaleza.

Sus personajes son extranjeros tratados con hosquedad por una naturaleza que les golpea con inundaciones, con animales feroces e indómitos, sangrientos. Siempre hay un conflicto del hombre con la naturaleza en Quiroga. No se entienden. No se atienden a razones. Y la naturaleza, insaciable, siempre arrasa al hombre y al alma humana.

En las historias de Horacio no hay tramas complejas, sus personajes son esquejes, y apenas frondosas sus descripciones. Todo ocurre como en suspenso.

Y él, cansado, con el asma a cuestas, está muriéndose. El estómago comienza a dolerle, a supurarle. Tal vez fuese cáncer. Le duele tanto, tanto, que compra cianuro en un establecimiento y lo ingiere. Pero ni siquiera una vez muerto su suerte (mala) se seca. Cuentan que Enrique Amorín, amante de Lorca, consiguió trasladar las cenizas de Quiroga a Salto, su ciudad natal, pero la urna se le cayó hasta dos veces antes de ser depositado en su receptáculo.

Pero el arte de Horacio tiene una sombra que, como el ciprés de Delibes, es alargada. No busquen virtuosismo en su lenguaje, sino expresividad. Pero léanlo y saquen sus propias conclusiones. Además de sus ‘Cuentos de la selva’, ‘Cuentos de amor, de locura y de muerte’, ‘El salvaje’ o ‘Los desterrados’.

De Quiroga resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó su admirado Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.

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