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viernes, 07 de abril de 2017cermi.es semanal Nº 253

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Reseña

"San Judas 27. La catedral del dolor"

Amargas confesiones

Por Ramón Puig de la Bellacasa

30/03/2017

San Judas 27 (La catedral del dolor) Julia Escobar Madrid, CERMI y Ediciones Cinca Colección Empero, n° 9 junio 2016, 194 pp.

Portada de "La catedral del dolor", de Julia EscobarCuando un viejo amigo (que no se esperaba tal encomienda) recoge los papeles de esta ficción para su publicación póstuma, hemos de suponer que estaban en el orden en que su autor los había ido agrupando, aunque nada nos asegura que sea un orden cronológico, por mucho que su editor quiera definir unas fases en la vida de este cardiópata, o “cardíaco”, como en sus reflexiones prefiere denominarse a sí mismo Rafael Lillo. Su amigo y editor, siguiendo a Laín Entralgo, las descubre a partir de los textos del protagonista. Pero, con los elementos que en ellos se nos dan, este lector no se atrevería a avalarlas. Al final se acaba con la sensación de que ese hombre se nos escapa. Habría que exclamar con Nietzsche aquello de “humano, demasiado humano”. 
 
El personaje, alguien que en un esfuerzo de comprenderse a sí mismo explica su “egoísmo del cardíaco” mediante una serie de rasgos de su condición que se esmera en subrayar, afirma que esa característica de su personalidad distingue su condición de otras enfermedades y discapacidades. En su caso, según avanzamos por los meandros del alma de este solipsista, que se presenta a sí mismo como el prototipo de cardiópata, él se esfuerza por confirmarlo con su mirada pesimista generalizada, de la que no se salvan ni la sociedad, ni la política, ni los psicólogos o pedagogos, ni, sobre todo, las relaciones entre los sexos, la paternidad, las mujeres o el feminismo, por poner sólo algunos ejemplos, aunque quien se lleva el mayor varapalo es la familia. Rafael Lillo asegura con aplomo que lo que le permite desarrollar una “coraza caracterológica”, que “le proteja de las agresiones externas y levante a su alrededor un escudo que le aísla y le aleja de todas aquellas obligaciones que le abrumaban”, es “la suerte de ser varón”. Su complacencia en manifestar opiniones reaccionarias, provocadoras, o políticamente incorrectas, cuadra bien con esa voluntad de acorazarse y con uno de los rasgos de personalidad que algunos estudios clínicos han confirmado como factores de agravamiento del pronóstico y la supervivencia del cardiópata crónico, es decir las ocultas depresiones y la tensión crónica que esa coraza camufla. Dichos estudios clínicos han investigado la interacción entre las enfermedades cardiacas y la personalidad de tipo-D, caracterizada por la tendencia a alejar de la propia vida las fuentes de preocupación y a emocionarse lo menos posible. Se trata de rasgos psicosociales de afectividad negativa e inhibición social (DENOLLET et al. 1996). 
 
Aunque de la etiología, características e historia clínica y quirúrgica de Rafael Lillo no es posible hacerse una idea nítida a partir de sus confesiones, sin embargo él alude a una patología declarada desde sus años jóvenes y a varias intervenciones quirúrgicas y experiencias hospitalarias en Francia y España, no todas ellas afortunadas ni siempre atendidas por los profesionales acertados, esos que al fin encuentra en su última intervención quirúrgica y en el hospital público en torno a los cuales giran las principales descripciones, decisiones y reflexiones del núcleo de la novela. Su huida de la familia, y de todo lo que constituía su entorno social, así como su fijación emocional en el cirujano que le implanta la prótesis Saint Jude 27, quien para colmo se apellida San Judas, se sale de los patrones de esos estudios clínicos. Pero es que en la vida de Lillo hay otros dramas que iremos descubriendo al acercarnos al desenlace. 
 
Como en toda buena intriga, en los siete capítulos de las confesiones de Lillo hay datos e informaciones sobre su vida que sólo al final encontrarán explicación, aunque esta será ambigua y ambivalente en función de quienes las den. El lector que consiga, no sin esfuerzo, mantenerse aporético y no juzgar al personaje hasta el final, pudiera ser que al cerrar el libro se haya formado un veredicto, aunque lo más probable es que salga de esta lectura un poco más convencido de que nunca sabremos suficiente sobre los seres humanos. Pero, como ocurre con toda opera aperta, habrá enriquecido su mirada sobre la enfermedad y el mundo de los hospitales, realidades por las que solemos pasar sin concluir una teoría, salvo si ese pasaje supone un cambio dramático en nuestra vida. En el caso de Rafael Lillo y de la escritora que da vida a la novela sus experiencias no son pasajeras, son algo así como la piel del cuerpo, pues se trata de condiciones ad vitam, con retornos periódicos y decisivos a las catedrales del dolor. 
 
Hay libros de memorias, biografías, ficciones novelísticas y dramatizaciones teatrales o fílmicas sobre otras enfermedades crónicas o situaciones permanentes de discapacidad. Pero en el caso de las enfermedades coronarias, de las cardiopatías crónicas y de la vida de pacientes con implantes del sistema cardiovascular no recuerdo haber leído alguna ficción.
 

LA AUTORA

 
Lo que en la novela “se dice sobre la enfermedad cardíaca y sus síntomas, así como sobre los hospitales y el personal sanitario y los enfermos que transitamos por ellos”, como nos explica la autora en el prefacio, se basa en su experiencia personal. A partir de ahí, es su saber hacer como escritora lo que entra en juego para construir el perfil psicológico del protagonista, desgranar su peripecia emocional y vital, plasmar los recuerdos y pensamientos que le obsesionan y formular sus opiniones. Julia Escobar lo ha hecho ya antes en dos novelas, Nadie dijo que fuera fácil (Edhasa, 1999) y La asamblea de los muertos (Pre-Textos, 2001) en las que la propia experiencia personal nutría también la ficción. En el campo de la crítica literaria ha publicado muchos artículos y dado charlas por la radio y colaborado en programas de televisión. En el terreno de la lírica, obtuvo el premio de poesía Francisco de Quevedo en 1981. Entre sus poemarios podemos citar Fluyen permanentes y Tiempo a través (publicados en Pre-Textos). Es además una conocida traductora de novelistas y poetas portugueses y franceses, y su larga trayectoria y la calidad de su trabajo le han sido reconocidos con los premios internacionales de traducción Stendhal y Juan Rulfo, así como con la medalla de Caballero de las Artes y las Letras de la República Francesa. 
 
Del mismo modo en que se ha empapado con la obra de otros escritores para poder trasladarla al castellano, en el prefacio de esta última novela agradece lo que le han dado todas aquellas personas con las que, durante sus largos años de experiencia de la enfermedad, ha entrado en contacto en el mundo hospitalario y asistencial, así como en el entorno que se crea alrededor, aportes que están injertos en su novela, redactada, no de un tirón, sino destilada durante varios años y rescatada “del congelador donde la tenía guardada”, gracias a Luis Cayo Pérez Bueno, para la colección de obras que ha ido publicando en el CERMI.
 

EN LA CATEDRAL DEL DOLOR

 
Las confesiones y reflexiones del cardíaco que protagoniza la novela abarcan un período de unos cinco años, desde que todavía convive con su familia, hasta que acaba confesando amargamente, cuando ya la ha abandonado sin retorno desde hace cuatro, que la familia es maligna pero insustituible. Entremedias se sitúa el descubrimiento de un cirujano providencial y afamado quien, por fin, tras dos intervenciones, en la tercera le implantará la válvula “Saint-Jude 27”, lo que, junto un conocido medicamento, definitivamente asegurará su vida. 
 
Conoceremos al final el diagnóstico concreto de la grave cardiopatía de Rafael Lillo, que se inicia al menos quince años antes de la última operación, cuando tenía cuarenta años de edad. Sabemos que eso no le ha impedido desarrollar una larga actividad profesional y adquirir los medios para vivir con desahogo económico, sin que ello haya paliado las progresivas obsesiones que le embargan psicológicamente y que le impulsan en su fuga hacia la dependencia de un hospital público del extrarradio y del Doctor San Judas, quien no solo es su sanador, sino que, si hubiera de creer lo que Lillo escribe, es su confidente y paño de lágrimas. 
 
El hogar de Lillo después de que, movido por una compleja serie de factores que se nos revelarán al final, abandone el suyo, es la catedral del dolor. La describe como un enorme organismo que palpita incansablemente y concita en su entorno una constelación de pequeños mundos que le sirven a Lillo de algo así como un nido exofamiliar, a modo de placebo sustitutivo de esa familia a la que ha decidido no volver. También decide abandonar el entorno clínico que le había atendido durante años, para establecerse en soledad en la vecindad de ese sanador que es como el cordón umbilical que le mantiene unido a la vida. Fatalmente nada indica que su extrañamiento voluntario alivie sus obsesiones, ni esa su tensión interior de un sentimiento de culpa cuya raíz no se revelará sino en las últimas páginas, aunque se atisbe confusamente en sus frecuentes episodios oníricos, sobre todo en esos sueños que describe y que emergen bajo los efectos de la anestesia y que desvelan sus angustias. 
 
Por momentos el personaje, a pesar de su extremo pesimismo y sus ideas conscientemente conservadoras y políticamente incorrectas, nos ofrece un perfil tragicómico, cuando se solaza describiendo con aires costumbristas el barrio del hospital y sus gentes, a las que les suele tocar la lotería. Pero su evolución, su creciente aislamiento, su mirada pesimista de las cosas, su sentimiento de infelicidad, su introversión y sus síntomas de depresión tienen los rasgos de inhibición social y afectividad negativa de las llamadas personalidades de tipo D que hemos mencionado. 
 
Ni la esperanza que deposita en su cirujano y su dependencia placentaria del mismo, suscitadas y magnificadas por la imaginación de Lillo, ni los atisbos de sociabilidad que se reflejan en algunas de las relaciones que describe, tanto en la catedral del dolor como en el entorno cercano del hospital, entre los que llama mis amigos, logran paliar la imagen dominante de un enfermo cardiaco que consciente y progresivamente elige alienarse de lo que constituyó su mundo: “Si a mi edad no soy capaz de hacer eso, ni de admitir que he sido idiota o malvado, es que he vivido mucho más en vano de lo que, sin duda, he vivido, por eso prefiero parecer odioso, como también prefiero soñar a vivir. Yo elijo”. 
 
Lillo es un hombre con una carrera de funcionario público satisfactoria y de amplia cultura filosófica y literaria, que tiene sus inicios en su época estudiantil en Francia. De hecho cita de memoria a autores como Gide, Valéry, Rimbaud, Nabokov, Hölderlin, Jabés, Galdós, los poetas del Siglo de Oro, el cancionero popular, Kierkegaard, Santayana y los filósofos griegos y latinos, Eurípides y Shakespeare y una buena lista de directores de cine. Pero ninguno de esos apoyos le sirven para devolverle la que fue su normalidad y facilitar su recuperación emocional, aunque tiñan su pesimismo y su huida de un exquisito diletantismo literario. 
 
De cómo, tras haber quemado sus naves, le acabarán fallando sus andamiajes no revelaré nada, para que el lector lo descubra por sí mismo, pues es sabido, desde que Umberto Eco fundamentó y popularizó el concepto de la obra de arte como opera aperta, que cada lector se interna por una novela de forma diferente y opta entre las varias vías que en su ambigüedad un buen texto literario le ofrece. Con la obra que nos ocupa ocurre eso exactamente, y no me extrañaría que haya quienes una vez cerrado el libro sientan que han leído una comedia, mientras que otros lo hayan entendido como un drama, o bien como la tragicomedia de un cardíaco. 
 
Al fin y al cabo, desde el mismo pórtico de la “catedral del dolor”, en sus naves y capillas, bajo sus bóvedas y en sus criptas, se viven cada día los dramas y las tragedias del sufrimiento y la pena y todas las sensaciones de la enfermedad y el desamparo, incluida la angustia y la sensación de que nadie es suficientemente sensible ante lo que padecemos o la convicción de que se acabaron las soluciones. Es el ámbito de las plegarias. 
 
Pero, al mismo tiempo, las catedrales son el lugar de los te deum y en de los exvotos y el alivio, del agradecimiento y el culto hacia los santos que nos sanan. Es ahí donde la novela pone su acento, es en esta analogía donde cualquier lector, según sus propias experiencias hospitalarias de paciente o de acompañante, puede reconocerse de un modo u otro. Es ahí donde Rafael Lillo busca su camino por el laberinto de la enfermedad crónica y confía en el milagro. Como en toda corte de los milagros hay aspectos dramáticos y hay comedia y hasta aires de esperpento, en sobre todo alrededor de la catedral, en ese barrio peculiar que ella misma segrega, en el que los devotos y los oficiantes se encuentran, fuera ya de las horas litúrgicas. 
 
De tal modo que las confesiones de Rafael Lillo, el cardiópata fugitivo, son una mezcla heterogénea y contradictoria, a ratos desahogo atrabiliario, a ratos ajuste de cuentas, sobre todo consigo mismo, a ratos encomio de su propia huida y del mundo sustitutorio al que se muda, sin que falten descripciones no exentas de simpatía de las vidas de quienes lo pueblan. No obstante, poco a poco, su espacio para maniobrar en su propia vida se irá achicando, hasta que algunos acontecimientos empezarán a cerrarle las salidas.
 
Gotemburgo, 2 de noviembre de 2016
 
46 POLIBEA 122 enero-marzo 2017
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