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Cultura

Premio Nobel de Literatura 2011

Tranströmer, el poeta que se encoge

Por Esther Peñas

11/10/2011

Leí a Tranströmer casi por casualidad, y lo hice porque la editorial que me envió la antología, Nórdica, tiene una exquisita sensibilidad en la selección de los textos que publica. No recuerdo ocasión alguna en la que sus libros dejaran de emocionarme o sorprenderme.

Así que tengo fresca su lectura. Varias cosas me llamaron la atención entonces: su delicada querencia por la naturaleza, la sutil construcción de las comparaciones, la plasticidad de sus metáforas, su proceso depurativo en la escritura –que recordaba, por momentos, al Juan Ramón más esteta-.

Tomas Tranströmer recibió la pasada semana el Premio Nobel de Literatura. No sorprendió en exceso. Estaba incluido en las listas de candidatos. Su nombre, como en la bola de un sorteo, podía sonar a gloria. Y así lo hizo. Los demás, el japonés Murakami, el coreano Ko Un, el norteamericano Philip Roth o el sirio Adonis se quedaron a las puertas del lauro. Como Bob Dylan, el favorito en las quinielas de las letras. Pero la Academia Sueca suele sentir desprecio –acaso alergia- por los favoritos.

Tranströmer se convierte así en el séptimo autor sueco galardonado en los 110 años de historia del Nobel. La última vez que recayó en un compatriota fue en 1974, concedido, ex aequo, a Eyind Jonson y Harry Martirson. Un poeta no lo sostenía en sus manos desde 1996, año en que la entrañable y conmovedora Wislawa Szymborska, polaca, lo degustó.

El Nobel debe de saber a estupor. Creemos. Tranströmer no podrá confirmarlo. Sufrió un ictus hace veinte años. Le decapitó la voz, aparte de dejarle una parálisis en su lado derecho. Hemiplejia. A él, que además de ser poeta era músico. Siguió tocando el piano. Con la mano izquierda, como haría el hermano de Wittgenstein, Paul. También siguió escribiendo.

Tal vez estuviese preparado para el golpe. Diecisiete años antes, con una fatídica clarividencia, habló de él: “entonces llega el derrame cerebral: parálisis en el lado derecho/ con afasia, sólo comprende frases cortas,/ dice palabras inadecuadas./ Así no alcanza ni el ascenso ni la condena. /Pero la música permanece, sigue componiendo en su propio estilo”.  Sobrecogen, los versos.

A Tranströmer le preocupa en su poética el sueño de dormir, pero también el sueño de soñar, tal vez porque los poemas no son sino representaciones de un sueño que uno hornea durante la vigilia. 

Tranströmer –y por su apellido, no me lo nieguen, las letras hacen cabriolas- dedicó buena parte de su vida a ayudar a otros. Trabajó como psicólogo –esa fue su licenciatura; la poesía no hace licenciados sino que engendra hijos- en centros penitenciarios, especializándose en la reinserción de jóvenes delincuentes y con discapacidad. Tal vez en ellos fue hilando versos. Tal vez en ellos advirtió que la belleza resplandece en lo sencillo. Y fue adelgazando su poesía, hasta llegar al haiku. La mínima expresión, la máxima potencia. “Fantastico sentir cómo el poema crece/ mientras voy encogiéndome./ Crece, ocupa mi lugar./ Me desplaza./ Me arroja al nido./ El poema está listo”. Porque la poesía trata de eso, al fin y al cabo, de expulsarnos de nosotros mismo para trascendernos. Y llegar al otro.

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