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Los raros

Unica Zürn o el espacio embarazado de mallas

Por Esther Peñas

11/12/2012

Hay personas para las que un trauma, una humillación, una escena mal encarada siembra una filoxera en el alma de la que jamás se recuperan. Y el parásito, en forma de herida en la mente, herida de la que supura imágenes cíclicas y constantes, derriba personalidades únicas. Unica Zürn (Berlín, 1916, París, 1970) sabe de lo que se escribe.

Destacó por su poesía anagramática, en la que las palabras se transforman, se retuercen, se dislocan al permutar las letras de la serie. El ejemplo es un clásico: AMOR, ROMA, RAMO, ARMO, OMAR... Y tan poético como sus versos resultan esos dibujos insostenibles por lo impropio, oníricos, circulares, con un eco incesante de propuestas que van y vienen.

Sus dibujos. Tan del estilo de lo que se denomina ‘arte otro’ en la nomenclatura de Dubuffet, es decir, arte realizado por personas con enfermedad mental. Qué más da si son fruto o no de una de sus crisis de esquizofrenia. Importa lo que transmiten; importa la secuencia de lectura que despliegan; importa que son arte. Son dibujos cargados de ojos y de criaturas fantásticas, de rostros humanos o híbridos (mitad animal, mitad antropomorfo), de línea gruesa y con empaque que apenas si deja espacio al espacio, al que rellena con tupidas mallas y con ensortijadas líneas.

Gatos llameantes, lagartos con cabeza de lobo, lobos con testa de pájaro, peces con ojos de susto, serpientes bicéfalas, insectos melancólicos... Todo es posible, su papel es un inmenso Arca de Noé sin posibilidad de amenaza donde todo cobra la forma que improvisa el inconsciente. Como en una visión interior. Como en una revelación. Como en las profecías.

Pero Unica es mucho más que su poesía y sus trazos. Sus novelas, su reto a la vida, su desafío a sí misma, su modo de estar en el mundo. Y no arredrarse en él. Salvo que la carcoma del alma nos tumbe. Mantuvo un romance definitivo, que no formalizó, con el pintor y escultor Hans Bellmer, que creó aquella muñeca de tamaño natural con cuatro piernas y un solo torso para denunciar la obsesión nazi por la perfección física. Pero Bellmer, tan absorbido por su propuesta artística, no repara en la humillación que supone para Unica aparecer en la portada de una revista de moda, atada, amordazada por Bellmer. La idea de él traspasó la resistencia de ella. Una cesión que le costó su salud mental, frágil de origen.

Desde entonces, tal vez por verse metafóricamente descuartizada a los ojos de un mundo –entero- que la juzgo como despistada de moral, lisonjera y frívola, sufrió periódicas crisis esquizoides. Ya las tuvo antes, pero más espaciadas. Hasta que en 1970 no soportó la presión y se defenestró en su casa de París.

En España, Unica no es muy conocida, pero despertó la admiración y el respeto de artistas del surrealismo como André Breton, Man Ray, Hans Arp, Marcel Duchamp o Max Ernst. Sus obras se editaron en nuestro país tarde, demasiado tarde, aunque los dos títulos que le reportan un reconocimiento inmortal serían póstumos, ‘El hombre jazmín’ y ‘Primavera sombría’. Ambos recrean su estancia en dependencias psiquiátricas.

‘El hombre jazmín’ es especialmente tierno. Hermoso. Ese ser imaginario con casi tres metros de estatura y los ojos azules más bellos del mundo. “A los seis años, una noche un sueño la lleva al otro lado del espejo alto, con marco de caoba, que cuelga de la pared de su habitación. El espejo se convierte en una puerta abierta que ella cruza para salir a una larga avenida de álamos que conduce en línea recta a una casa pequeña. La puerta de la casa está abierta (...)  Aquella mañana la embarga una soledad inexplicable y entra en la habitación de su madre con el propósito-si ello fuera posible- de regresar por aquella cama al lugar del que ha venido, para no ver nada más. Entonces se le viene encima una montaña de carne tibia que alberga el espíritu impuro de aquella mujer, y la niña, despavorida, huye para siempre de su madre, de la mujer, ¡de la araña! Se siente profundamente herida. Y entonces aparece por primera vez la visión: ¡el hombre jazmín!”.

‘Primavera sombría’, en cambio, es un rito de iniciación abrupta, escarpada, desaforada, de voracidad por la vida, de querer masticar y deglutir e ingerir y emborracharse de vida y de todo cuanto esté en su principio activo: sexo, amor, amistad, uno mismo, familia, libertad, proyección, presente en apariencia eterno.

Y, sin embargo, como casi siempre, es aquí donde encontramos la pista, la huella de lo que sucederá años después, su vida truncada. El suicido. “Ya está casi oscuro en la habitación. Sólo llega a la ventana el resplandor de una farola de la calle. Ya le es indiferente morir en suelo extraño o en su jardín. Se sube al alféizar, se sujeta con fuerza a la cuerda de la persiana y ve su oscura silueta en el espejo. Le parece encantadora y empieza a sentir compasión de sí misma. Se acabó, dice en voz baja, y antes de que sus pies se separen del alféizar, ya se siente muerta. Cae de cabeza y se desnuca. Su cuerpecito queda extrañamente doblado sobre la hierba. El primero que la encuentra es el perro. El animal mete la cabeza entre las piernas de la niña y empieza a lamer. En vista de que no se mueve, se tiende a su lado llorando suavemente”. Merece la pena leer el prólogo que a esta obra escribe Menchu Gutiérrez, tan en sintonía con la alemana.

Antes, mucho antes de estas obras, dejó su impronta en los guiones que pespuntó para UFA (sociedad de producción cinematográfica); antes, mucho antes, se divorció de un primer marido con el cual tuvo dos hijos, a los que trata a duras penas, como a extraños.

Unica era un ser delicado que aceptó –al menos, la verdad no hería tanto- el elemento perverso que la unía a Hans ("es mi destino el ser una eterna víctima", admitió). Estando su marido en silla de ruedas, ella decidió no vivir más. Él no pudo impedirlo. Como nada nos impide quedar asaetados por sus metáforas, cada vez que a ella se vuelve: esos seis pañuelos blancos de papel quemando en un recipiente, esa una máquina de coser planeando a un metro de su cabeza...

De Zürn, como en zurcito de tergal, resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.

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