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viernes, 05 de junio de 2020cermi.es semanal Nº 394

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Cuarto de invitados

Anna Caballé, escritora

“Mi sueño sería ver cómo el feminismo redefine los constructos intelectuales y morales en beneficio de un mundo más razonable”

Por Esther Peñas

05/06/2020

Su palabra se articula con la soltura del mercurio y la ductilidad de ciertos metales como el hierro o el cobre. Anna Caballé (Hospitalet de Llobregat, 1954), escritora, crítica literaria y profesora universitaria española, preside la asociación sobre género y cultura Clásicas y Modernas, que vindica el legado artístico de tantas mujeres que por su sexo quedaron relegadas del canon. Entusiasta de Carmen Laforet, Francisco Umbral y Concepción Arenal (por cuya biografía, La caminante y su sombra, recibió el Premio Nacional de Historia), conversamos desde este extraño confinamiento con esta lúcida feminista.

Anna Caballé, escritora¿Qué distingue un texto clásico de uno moderno?
 
Un texto clásico trasciende su época y sigue inspirando a futuras generaciones porque plantea problemas que siguen siendo actuales. Es un fenómeno muy curioso: dos obras, escritas el mismo año y con la intervención de parecidas formas sociales, económicas y culturales. Una sobrepasa su tiempo y otra no. Pero no depende solo de la valía del texto, depende también de la crítica que la juzga y eso explica la poca consideración que han merecido las obras escritas por mujeres. Una definición posible de obra clásica es aquella que resiste el paso del tiempo.
 
Si hablamos de personalidad, ¿qué rasgos vitales diferencian a una mujer clásica de una moderna?
 
Ya veo que juega con el nombre de nuestra asociación… Mujeres modernas, históricamente hablando, son las que viven y escriben a partir de 1900, es decir, cuando se produce la reivindicación de un nuevo estatus para la mujer que sacude las estructuras sociales convencionales. A principios del siglo XX se hablaba de la “mujer nueva”, de la “mujer moderna”, de la “nueva Eva”, siempre con la voluntad de marcar una línea divisoria con la mujer “clásica”, es decir aquella que no había tomado conciencia de su situación. La palabra clave era emancipación ¿Qué rasgos la diferencian? En primer lugar, la toma de conciencia de su desigualdad social, cultural y económica por el hecho de ser mujer y, en segundo lugar, su decisión de defender su propia autonomía, ya fuera en el campo laboral, personal, etc. Lo que marcó la línea divisoria entre clásicas y modernas, y eso ocurre en los albores del siglo XX como ya he dicho,  fue la toma de decisión que conllevó tener conciencia de la marginación sufrida, y por tanto desarrollar líneas y estrategias alternativas de futuro. Hasta ahora. 
 
Eso ha supuesto un gran trabajo interior, digámoslo así, a las mujeres. Han debido de preguntarse quiénes son, al margen de cómo son vistas por los hombres. Han tenido que superar los sentimientos tan interiorizados de inferioridad intelectual y moral. Por tanto tuvo que empezar por demostrarse que podía lograr sus objetivos por sí misma, sin la mediación del varón. Ha sido un proceso muy largo y sembrado de retrocesos. 
 
Sé que esta es la eterna cuestión, disculpe por lo insistente pero, ¿nosotras tenemos una manera particular, otra, respecto de ellos?
 
Sin duda ninguna. No se trata en absoluto de una carrera por ver si es mejor un punto de vista u otro sobre el mundo porque ambos se necesitan. Pero la conformación de un punto de vista es algo muy sutil donde intervienen múltiples factores. Durante miles de años la maternidad ha sido el único factor que hizo posible un cierto empoderamiento femenino. Es una experiencia crucial que determina, históricamente, que las mujeres desarrollen una preocupación por el entorno que, en general, los hombres, entregados a sus propios sueños de realización, no tenían. Diría que la preocupación por el entorno determina el humus en el que han crecido las mujeres y eso puede darles una sensibilidad especial ante el sufrimiento ajeno.
 
Parece claro que leyendo a las escritoras que nos llegan del otro lado del océano (Samantha Schweblin, Guadalupe Nettel, María Negroni, Socorro Venegas, Mariana Enríquez…) hay una querencia que no se estila casi nada en nuestro país que es lo fantástico, entendido como lo inquietante. ¿Por qué nos es tan complicado salir de lo realista?
 
No sé, yo amo el realismo en el arte, para mí es un horizonte estético que funde el deseo de aprehender la realidad con la mirada del artista. En todo caso,  es la base de nuestra tradición. ¿Por qué? Es una pregunta que nos llevaría muy lejos y que tiene que ver con la forma en que hemos sofocado nuestra creatividad. Pero digamos que lo que caracteriza a un/a artista es que no elige su tradición 
-porque entonces le sale un producto ajustado a su época, nada más- sino que hace lo que le conviene o aquello que más se ajusta a sus necesidades creativas.  
 
El que los hombres no se sientan concernidos en general en el feminismo, ¿indica que algo estamos haciendo mal?
 
Por supuesto. Lo que ha ocurrido es que la hegemonía patriarcal que se ha impuesto miles de años no se debe a la superioridad de su contenido, forma o éxito sobre otros pensamientos, sino que se construyó en el pasado sobre el silenciamiento de otras voces. Las mujeres tuvieron que ser ridiculizadas, desanimadas, silenciadas. Se les tuvo que prohibir que intervinieran en el diálogo intelectual. Ello explica que a los hombres ahora  les cueste mucho mentalmente superar esta barrera, vienen de una larga tradición donde el acceso a la cultura femenina no les era necesario ni siquiera conveniente si querían afianzar su masculinidad. El pensamiento de las mujeres por tanto nunca fue de su incumbencia y es muy difícil cambiar esto de un día para otro. Pero muchos hombres han sido y son conscientes del problema, cada vez más, y el feminismo depende en parte de conseguir esta apertura masculina al mundo de las mujeres. 
 
Según un estudio de El País de 2019, el 64% de la población se considera feminista, ¿no es una cifra muy baja, a pesar de todo? ¿Cómo es posible que haya mujeres feministas –al estilo de Martín Gaite o Rosa Chacel o Rosario Castellanos – que lo sean pero se sientan incómodas con la etiqueta de ‘feminista’?
 
Se sentían muy, muy incómodas, sí. Pero usted menciona grandes autoras que precisamente aspiraban a ser leídas por los hombres y eran muy conscientes de que el feminismo las alejaba a grandes pasos de esta aspiración a una literatura cuya hegemonía acabamos de comentar. Hay que ser comprensivo con el pasado. La conciencia que hay ahora sobre la mujer no la tenían Chacel o Martín Gaite, venían de otro mundo muy distinto. Lo mismo, más, es aplicable a Rosario Castellanos. Para mí es maravilloso que un 64% de la población se declare feminista. Hemos avanzado mucho en poco tiempo y lo que cabe esperar es que en pocos años sea feminista la mayor parte de la población, que quiere decir que será sensible a la marginación sufrida y hará lo posible por superarla. Yo lo considero una necesidad impostergable.  
 
De entre las muchas y enriquecedoras líneas de pensamiento feministas (desde la normativa y codificadora Mee too, a la indómita brecha abierta por Paglia o el ciberfeminismo de Preciado), ¿de cuál se siente más cerca Anna Caballé?
 
A mí me ha costado siempre mucho identificarme con una línea estricta del feminismo. Siempre me parece que todas las corrientes  tienen su parte de razón y su análisis es más que justo. Me gusta que la inspiración venga de todas partes. En todo caso, mi preocupación, o, mejor dicho mi sueño,  sería poder ver cómo el feminismo consigue redefinir los constructos intelectuales y morales en beneficio de un mundo más razonable, es decir menos depredador,  y más justo. 
 
Por cierto que Preciado explicó hace poco en una entrevista que está en contra de las cuotas salvo que se impusiera una del cien por cien de mujeres durante años. ¿Qué le parece la propuesta?
 
Jajaja. No me parece mal, sería una oportunidad única. Es difícil estar a favor de las cuotas, por lo que significan: no estás en un lugar por méritos sino por la exigencia derivada de una medida política. No es una situación cómoda para ninguna mujer, pero gracias a ella se han logrado revertir estructuras a las que el acceso parecía imposible, como la política. 
 
Como gran conocedora de Concepción Arenal, ¿qué le parece esa idea suya de que el dolor es, de alguna manera, un termómetro moral?
 
Más que un termómetro, ella lo ve como la única fuerza verdaderamente transformadora del individuo. Otras experiencias que vivimos no consiguen afectar nuestras estructuras más profundas, es decir no logran cambiarnos, ni cambiar nuestro temperamento. El sufrimiento sí llega a lo más hondo del individuo. A mí me fascinó su “teoría del dolor”, emana de una persona que sabe de lo que habla y que ha comprendido los errores de una formación cultural que procura evitarlo, mirar hacia otro lado, conformándose con algunas palabras de consuelo, cuando estamos hablando de un hecho radical del que nadie se libra. ¿Qué pasaría si a nuestros jóvenes les dijéramos la verdad sobre el mundo y la vida? Es decir si les preparáramos para el futuro de forma que pudieran afrontarlo seriamente.  Pero nosotros optamos por prescindir de la filosofía en la enseñanza secundaria… 
 
¿Deberíamos rescatar el concepto de compasión, tan vindicado por ella y de etimología hermosísima (del griego simpatía, ponernos en el lugar del otro, dejarnos afectar por él)?
 
Por supuesto. Viendo el nivel de confrontación política que vivimos en España debería ser materia de  una asignatura obligatoria… ¡para los adultos!  No sé si somos conscientes del perjuicio moral que ocasiona a los sectores de la población más vulnerables los insultos, las descalificaciones, los gritos, los desprecios que vemos a nuestro alrededor, la falta de verdadera tolerancia. Esta no es forma de tratarse. A un adversario se le vence con argumentos, con reflexiones, con una idea mejor, con un mejor programa político, no recurriendo al insulto y la descalificación. Es un daño incalculable. Arenal conoció muy bien esos niveles de confrontación política en su época: católicos contra anticlericales, liberales contra carlistas, científicos contra antievolucionistas, caciques contra labradores, hombres contra mujeres… La filosofía de Concepción Arenal requiere que yo me considere una más en el mundo: partir del igual valor de las personas le sirve para proyectar una política del espíritu basada en el altruismo, es decir en la presencia de los demás en mi mundo.
 
¿Cuánto tienen de uno las biografías que uno escribe?
 
Creo que las personas dejamos nuestra huella en todo lo que hacemos: un libro, unas patatas al horno, una conversación, elegir un vino… Todo lo que hacemos está imbuido de lo que somos. Así que la respuesta es que sin duda está mi mirada en la biografía de Arenal, como antes en la biografía de Laforet o antes en  la de Umbral. Yo aspiro, aspiro nada más, a comprender a los personajes desde dentro, es decir intentando comprender las líneas de fuerza de su personalidad, los conflictos que viven y cómo salen de ellos. Me encanta conocer y comprender de qué modo los demás se enfrentan a sus deseos, a sus ambiciones… Pero sin duda ya solo el corte selectivo que un biógrafo o biógrafa impone a la vida de otra persona es significativo de quien la escribe. 
 
En ocasiones se rescatan obras de autoras o autores pertenecientes a grupos minoritarios (mujeres, pero también homosexuales) cuyo valor únicamente reside en esto último. ¿Cómo saber qué textos, qué ideas merecen ser rescatadas?
 
A priori no podemos saberlo y los editores tantean siempre el mercado a la búsqueda del éxito comercial, como es lógico, porque eso es lo que les permite poder continuar en el negocio. Por otra parte, el pensamiento, la cultura avanza mediante el intercambio de saberes y de puntos de vista. Recuerdo el impacto cuando leí el primer volumen de las memorias de Terenci Moix, El cine de los sábados. Yo no tenía idea del sufrimiento emocional de los homosexuales durante el franquismo. Tenía una idea puramente mental, leyéndole comprendí muchas cosas. La literatura es un ejercicio de empatía constante. Me pongo en otra situación, me abro a otro mundo. Puede que no funcione. Y suele no funcionar cuando quien escribe tiene poco que decir. Entonces, mala suerte.  
 
¿Cuándo se va a renovar el canon literario? Es obvio –bueno, a mí me lo parece al menos–, que por ejemplo Clarín, con el paso del tiempo, ha quedado –sobre todos sus cuentos- más esclerotizado que Pardo Bazán, que a día de hoy resulta incluso más moderna-…
 
Claro. Estamos descubriendo una literatura que se nos había sustraído por lo que decíamos antes. La renovación del canon literario exige medidas políticas. Exige un cambio de perspectiva en los libros de texto. No basta con incorporar algunos nombres de escritoras al final de un apartado como si fuera una cuota más, exige considerar  la historia de la cultura globalmente. Yo me horrorizo de que libros como La perfecta casada de Fray Luis de León se mantengan bajo el concepto de prosa didáctica, sin la menor crítica, cuando se trata de un ensayo feroz con las mujeres. No se trata de recriminar a Fray Luis lo que escribió porque es el espíritu de aquel tiempo tridentino, sino de contextualizarlo adecuadamente como parte de una literatura misógina que responde a un propósito. En fin, hay mucho por hacer en los programas educativos y en los libros de texto. A Clásicas y Modernas le gustaría exponer la situación a la Dirección General del libro.  
 
De Umbral, por quien usted siente una admiración plasmada en un espléndido ensayo, ¿cuál es el legado más importante?
 
Seguramente no hay escritor en España que haya ido más lejos que él en la introspección de la propia identidad. Tiene pasajes extraordinarios, de una profundidad que conmueve. Pero la popularidad se la dio el estilo tan personal  de sus columnas, hacía maravillas con el estilo. Junto a esto creo que se abandonó a una producción excesiva y en los últimos años exhausta. 
 
¿Qué lecturas le han acompañado durante este encierro?
 
He aprovechado parte del tiempo en leer cosas pendientes: la Decadencia y caída del imperio romano de Gibbon, La creación de la conciencia feminista de Gerda Lerner, he releído Middlemarch de George Eliot, Àlbum de Fontclara de Josep Pla, una biografía que tenía pendiente de Sarah Bakewell, El café de los existencialistas… Y luego novedades como el último libro de Elvira Lindo, A corazón abierto, los Diarios de Héctor Abad Faciolince. Ahora mismo estoy con el segundo volumen del Diario de José María Souvirón. 
 
¿Cree, como se está repitiendo hasta la saciedad, que este acontecimiento, la covid 19, nos hará “mejores”?
 
No es nada que pueda funcionar como un imperativo. Ayer, viendo una serie con mi hija que a las dos nos encanta, Halt and Catch Fire, una de las protagonistas, Cameron Howe,  dice algo así como “es muy  difícil propiciar cambios reales, cambios de verdad, porque todo el mundo conspira para que esto no pase”. Bien, tendríamos que conspirar todos justo para lo contrario, para conseguir una nueva ordenación vital que priorizara la estabilidad laboral, los salarios dignos, el valor de la cultura, la educación, la conciliación laboral, un horario comercial más razonable que permitiera a la gente disponer de unas horas diarias de vida propia, respetar la Naturaleza (en mayúscula, como siempre se la trató). Se lo debemos a los más jóvenes. 
 
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