Entrevista
Arturo Borra, poeta
“Vivir también supone una herida que no puede suturarse”
Por Esther Peñas
19/02/2021
Escuchar al otro. Al otro, al distinto, al extranjero. Dar espacio al dolor. Al propio, recibirlo, no sustraerse del ajeno, no ser indiferentes al sufrimiento del otro. Hacernos cargo de nuestra responsabilidad, asumirla. Saber que hay quien sufre. Que todos sufrimos. Ser conscientes y pelear la batalla preservando cierta inocencia, reparar el mundo, en el remiendo que nos toque. Que el lenguaje que impregne no sea inocuo, no puede serlo. Estos son algunos de los asuntos del poemario Desde lejos (Eolas ediciones), de poeta Arturo Borra (Argentina, 1972).
¿Qué se requiere para que «el vacío se convierta en lugar de lo naciente»?
Para que el vacío fecunde quizás sea preciso desplazarse de una visión que lo significa como mera privación. De la forma en que nos vinculamos con lo que nos falta depende el lugar que le damos a los demás. Cuando uno abraza su vacío lo constituye como una apertura ante el otro, esa que tanto se retacea en las sociedades del presente, atravesadas como están por cierta fantasía (o delirio) de autosuficiencia. Dar lugar al otro como semejante es admitir nuestra falta constitutiva. No somos sin ellos. El repliegue narcisista es negación imaginaria de esa falta. A ese repliegue cabe contraponer una soledad que no es vivida como condena sino como espacio del que nace la promesa de un lazo no instrumental con los demás.
¿Es, el lenguaje, la única patria por la que merece la pena pelear?
No pienso el lenguaje como una esfera autónoma que se cierra sobre sí misma, sino como dimensión simbólica anudada a nuestras experiencias vitales. Echo en falta en los debates poéticos actuales una teoría del discurso que se haga cargo de los diferentes niveles significantes de las prácticas comunicacionales. No solo el lenguaje (verbal): también lo gestual, lo corporal, lo ritual, forman parte de la producción social de sentido. No tenemos por qué olvidar que también hay un «discurso sin palabras» (Lacan) que una escucha atenta y paciente puede reconstruir. Como una forma de desplazarnos de cierto «fetichismo del lenguaje» destacaría también aquello que escapa a nuestros discursos articulados. Explorar lo desconocido solo es posible si admitimos que, en términos ontológicos, hay más de lo que decimos, un excedente no simbolizado, que nos empuja a reformular de forma incesante nuestras construcciones significantes. Quizás lo más relevante esté en esa zona antagónica de lo real que arrastra nuestros lenguajes a sus propios límites y nos fuerza a buscar (o inventar) nuevos términos para dar cuenta de esa experiencia en todo su espesor. Incluso si somos ahí, como diría Wittgenstein, mi patria son los afectos que llevo conmigo a cualquier parte. Claro que esos afectos también se inscriben en una economía significante y en esa economía el lenguaje tiene clara relevancia. No es un simple medio sino condición de nuestra existencia no solo como sujetos poéticos sino, en primer término, como sujetos sociales. De ahí la centralidad de su crítica: cada «juego de lenguaje» específico se entreteje con una determinada forma de vida. Propiciar desplazamientos críticos, tanto en las formas en que simbolizamos lo real como en los modos en que formulamos nuestros deseos, me parece fundamental si queremos construir otras formas de vida. Se trata de una lucha incesante, sin término, que no depende de nuestra localización geográfica ni del azar del nacimiento. La «patria» que me interesa se parece al sueño de una comunidad venidera, una comunidad apátrida donde las promesas emancipatorias no queden postergadas de forma indefinida en nombre de esos marcadores de privilegio y desigualdad que son las naciones contemporáneas.
«ser en otra parte». ¿Es posible? ¿A qué se renuncia «en otra parte»?
Yo vengo desde lejos. De forma subterránea, me sentí llamado a ser en otro lugar, fuera del espacio familiar, profesional y académico en el que estaba. En otra parte, nuestro ser se desestabiliza de forma radical. Todo tambalea. No solo peligran los reconocimientos que nos sostienen; también nuestras relaciones sociales se transforman y hasta las capacidades que consideramos más innatas son puestas bajo la lupa examinadora. Ser en otra parte significa desnaturalizarnos, empujarnos a un espacio de indagación en el que no cabe sosiego. Aunque de forma paulatina aprendemos a convertir el desplazamiento en una posibilidad de intercambio enriquecedor, las dificultades son constantes. No falta incluso la hostilidad. Nos lo recuerdan a cada momento quienes han hecho de su propia forma de ser y estar en el mundo una especie de evidencia arrolladora. Ni siquiera el campo artístico está a salvo. Muchas personas se llevan mal con su propia contingencia y, aunque no se lo propongan, nos lo hacen saber con sus silencios o su maledicencia. Y, sin embargo, en otra parte uno aprende a renunciar a las trampas de la identidad y, aunque no se lo proponga, a los beneficios de la pertenencia (lo que no significa que no podamos recaer en aquello que creíamos abandonar). En el tiempo uno reconstruye sus vínculos y aprende a dialogar también con quienes permanecen del otro lado. Me interesa el señalamiento de Kristeva, en la línea de Freud: somos extranjeros para nosotros mismos. Es posible ser en otra parte cuando afrontamos el propio abismo, cuando en vez de proyectar sobre los demás nuestros temores (en los que se apoya el racismo o la xenofobia, por ejemplo), aprendemos a vincularnos de forma descentrada. La apertura o la hospitalidad nacen de ese descentramiento, contrario a quien pretende hacer de sí un reino perpetuo o una cúspide.
¿Le es posible al poeta conservar su inocencia cuando escribe?
Quizás la escritura poética permite rehabilitar cierto sentido de la inocencia no como regreso a un supuesto estado adánico o a un no saber primigenio sino en tanto posibilidad de seguir confiando en una apuesta (o en un mundo porvenir) a pesar de lo que sabemos. Ya no cabe alegar ingenuidad: cada decisión poética, incluso aquella que parece meramente formal, es una toma de partido. Y, sin embargo, cada vez que nos permitimos soñar con los ojos abiertos otras posibilidades humanas cierta inocencia poética sigue insinuándose...
Su incomodidad ante la realidad, ante algunos aspectos de este mundo, se muestra incluso en la manera en que están partidos los versos. ¿Cómo puede uno vivir sabiéndose «parte de la fábrica que tritura los cuerpos»?
No se trata de una constatación cínica sino de un reconocimiento
de facto. No concibo una crítica intelectualmente honesta que no implique asumir nuestra participación en la sociedad que cuestionamos. Previene de un cierto purismo de izquierdas e incluso de un discurso dogmático que se sustrae de la producción del daño. Constatar nuestra participación en esa fábrica que tritura los cuerpos también puede conducirnos a revisar nuestros privilegios –de clase, de género, de raza, entre otros- e incluso la posición de enunciación desde la que cuestionamos el mundo social. Somos parte de la fábrica; de ahí la responsabilidad intelectual, política y ética que tenemos en la construcción del presente. Tomar distancia de esos consuelos metafísicos a los que apelamos para eximirnos de las injusticias que les atribuimos a los demás me parece decisivo: ¿cómo podríamos cuestionar y auto-cuestionarnos si no admitimos que somos parte del juego, que también nosotros a menudo reproducimos las desigualdades que atraviesan nuestra actualidad? Quizás uno de los errores más habituales del activismo sea situar lo problemático en un orden “externo” del que se estaría felizmente liberado, como si no tuviéramos que cambiar nuestras subjetividades. Nos movemos en la contradicción de querer cambiar un mundo social en el que, sin embargo, también tenemos nuestros privilegios y goces. Una contradicción así no nos incapacita para tomar partido ni tiene por qué conducir a la resignación; también puede ser una invitación a ser más consecuentes con nuestras posiciones. Ninguna «buena conciencia»: precisamente porque nos movemos en esas tensiones, no hay juicio crítico que no vuelva a interrogar nuestras prácticas más básicas y hacer visibles las limitaciones reales que se nos presentan al momento de luchar por nuestras añoranzas.
«el cuerpo hambriento/ de una esperanza». ¿Cuándo la esperanza se convierte en una temeridad?
Cuando pierde de vista los límites o se convierte en una fuga hacia adelante para no reflexionar sobre las aporías a las que nos enfrentamos. Hace tiempo procuro distinguir una esperanza agonística (que llamo «esperancita») de una esperanza mesiánica, que minimiza las dificultades y anuncia el advenimiento de lo mejor. Contra ese optimismo facilista que hace de la esperanza una simple espera, quizás solo podamos contraponer algunas promesas en el aire, al borde del despeñadero, que nos exigen –para ser algo más que ilusiones- implicarnos en la práctica, poner el cuerpo y afrontar la experiencia de los límites. Una esperanza que no nace del fondo de la desesperación o del desasosiego termina en señuelo: un cierre prematuro para la angustia o una interrupción forzada de la incertidumbre. Miente si escamotea la zozobra de la que parte. Sin redención que nos aguarde, está el hambre de otro mundo que moviliza nuestros pies para construir lo que no tenemos. Puesto que la esperanza tiene las rodillas lastimadas, por parafrasear a Gelman, habrá que intentar levantarla del suelo.
¿Es posible un «afuera» del sistema? ¿Y del lenguaje?
En términos históricos ese «afuera» sistémico es cada vez más difuso. Lo que por varias décadas parecía un afuera limitado pero efectivo, hoy lo interpretamos como un espejismo. Aun así, ese «afuera» sigue latiendo en la memoria de nuestras luchas colectivas y continuará siendo posible en la medida en que seamos capaces de crear alternativas en común. No me refiero a las utopías de los filósofos sino a la capacidad colectiva para imaginar un nuevo mundo e instituir otras formas de sociedad. Puesto que lo social desborda lo instituido, lo dominante se topa con prácticas de otro signo que anticipan posibilidades humanas diferentes. Reconstruir un imaginario utópico frente a un sistema mundializado con un poder de asimilación sin precedentes no es un simple lujo sino un asunto de supervivencia. Casi todo está en riesgo, salvo el propio sistema que se nutre de ese riesgo. ¿No lo vemos cada día ante el arrase planteado como algo inevitable?
En cuanto a un afuera al lenguaje la respuesta me parece difícil y paradójica: necesariamente la sola referencia a esa exterioridad ya supone un lenguaje específico. Una constatación semejante, sin embargo, no significa que ese afuera no exista. Ante ese nuevo idealismo –que confunde sentido y referencia- plantearía que el lenguaje nos permite dar cuenta, de forma mediada, de algo que lo rebasa, que no coincide con él. De lo contrario, no habría más que meta-discursos que se comentan indefinidamente. Me inclino a pensar –aunque este debate tiene al menos dos milenios- que aunque postulemos la existencia de una realidad extralingüística, necesariamente, apelamos a algún lenguaje para simbolizarla.
Encuentro una cierta tenacidad en las preguntas que aparecen en el poemario y una cierta nostalgia de cuanto hubo y ya no es/está. ¿Cuándo escribir desde la indignación y cuándo desde la celebración?
Prefiero hablar de «futuralgia» -un término que tomo prestado de Riechmann-. La nostalgia suele idealizar el pasado en su añoranza de lo ausente y por eso no es extraño que regrese a la infancia. Contra esa idealización me previene mi propio sufrimiento. Ningún lamento por un presunto paraíso perdido. No echo en falta ese pasado, pero sí retengo de él algunos instantes luminosos, vivencias inolvidables aunque efímeras. La añoranza orientada hacia el futuro, además de eludir la melancolía, recuerda alternativas inexploradas, apenas entrevistas: traza una lejanía hacia la que caminar. Es en este contexto donde es preciso diferenciar la celebración de lo venidero –aquello que puede advenir en tanto creación social- de un conformismo bastante extendido, incluso si ya no se atreve a afirmar en voz alta que estamos en el mejor de los mundos posibles. ¿Cuántas veces lo que hay oculta lo que podría y quizás debería ser? Celebrar esa lejanía –que no supone un rechazo indiscriminado de todo lo existente- es darle carta poética a la indignación ante un presente desgarrado de mil formas. Puede que los discursos poéticos más relevantes –pienso en ejemplos tan heterogéneos como Whitman o Vallejo, Dickinson o Ajmátova, Celan o Pizarnik, entre tantos otros- sean aquellos que logran conjugar, de un modo singular, la indignación con la celebración de los resquicios que, a pesar de todo, están ahí, como “una canción en el desierto” que el poeta tararea “arrojando palabras hacia el cielo”.
Pienso en la «Nana para un niño muerto». ¿Cuánto de zarpazo tiene la poesía y cuánto de reparación?
La reparación quizás solo sea posible porque hay un zarpazo o una rotura que el poema testifica. No se me ocurre forma de reparación que no suponga un recordatorio de los dramas individuales y colectivos, de las irresoluciones profundas que nos atraviesan como humanidad. Si somos capaces de reparar –de dar consuelo si se prefiere- no será cerrando los ojos ante nuestra indigencia vital y la suma de desastres que llamamos actualidad… En sus mejores versiones, quizás la poesía sea testimonio de un daño que clama, en voz baja, un gesto que intente repararlo.
Hay cierta impotencia, mostrada incluso en los corchetes (más ásperos y carcelarios que los paréntesis, más amables). ¿Cómo convivir con el dolor sin que nos engulla o nos horade lentamente?
La impotencia y el sufrimiento ya entran en escena en nuestra infancia. No son hechos deseados pero, en lo que tienen de universales, algo pueden enseñarnos sobre nuestra condición humana. Aunque luchemos contra sus formas evitables, el sufrimiento está ahí; incluso si nos aferramos a los momentos gozosos, es parte de nuestra experiencia. No tenemos por qué negarlo, ni ocultarlo en algún baúl de la intimidad como si fuera algo vergonzante. Al contrario: es el imperativo actual de gozar-a-toda-costa lo que me parece enfermizo. ¿Cuántas personas enferman por no estar a la altura de este imperativo? En vez de mortificarnos, a lo mejor tenemos que aceptar que vivir también supone una herida que no puede suturarse. Es parte de nuestro devenir, de estar en el mundo en interacción con los otros, de participar en los conflictos de nuestra sociedad y en las propias vicisitudes que nos marcan. Es la “lengua común” que nos dice. Negarse a escucharla –hay muchas filosofías del yo que apuntan a eso, así como una ingente industria de la felicidad- no solo es una torpeza generalizada sino síntoma de una sociedad que retacea su propia fragilidad. Sentirse culpables por sufrir es un sufrimiento de segundo grado: agrava lo que repudia. Quien no está dispuesto a sufrir no puede ser libre. Si existe cierta «libertad» -con todas las reservas que pueda suscitar el término- es porque, en ciertas condiciones, se está dispuesto a pasar por ese sufrimiento. Eso dista mucho de la experiencia del quiebre o del trauma, que nos enfrenta a lo insoportable. De esas experiencias-límite nadie sale indemne. Es más: si no las elaboramos es previsible que terminemos repitiendo el daño padecido. Con Kierkegaard sabemos, sin embargo, que el «padecer» puede hacerse reflexivo y ayudarnos a crecer. Ese pasaje del «sufrimiento» al «dolor» supone admitir sin resignación nuestra vulnerabilidad. Precisamente porque no somos omnipotentes, aceptar que el dolor nos acompaña –como una dimensión nuestra con la que podemos aprender a dialogar- forma parte de la sabiduría buscada. Quizás sea ese trasfondo vivido el que nos hace abrazar con especial intensidad los momentos de alegría.
Le devuelvo un verso: «¿hasta dónde la sombra»?
Arrastramos nuestra sombra. Y ella llega hasta donde llegan nuestros pasos. No podemos saltarla. Es la contracara de lo luminoso, así que ningún atisbo de extinción. Nuestra sombra nos acompaña porque somos sujetos divididos, ambivalentes, marcados por el claroscuro. El cuerpo lo sabe mejor que nuestra consciencia: la sombra es proyección suya.
«Desde lejos». ¿Cuál es la distancia idónea para contemplar antes de escribir?
No sé si hay un punto de equilibrio exacto, pero pienso que cierto distanciamiento es imprescindible. En un plano visual, la cercanía absoluta confunde: aunque retenemos algunas figuras, se desdibujan los contornos. A la inversa, cuando nos alejamos de lo observado podemos divisar mejor los contornos pero corremos el riesgo de perder de vista los detalles. La distancia idónea es aquella que nos permite percibir con cierta nitidez los elementos más relevantes que configuran una experiencia. Las metáforas perceptivas, sin embargo, me parecen tan insuficientes como las metáforas topográficas. El distanciamiento en la escritura poética es una condición necesaria para la crítica. Sin esa distancia, la perplejidad termina sustituyendo al juicio crítico. Pero también hay que estar prevenidos de los límites de ese juicio. Cuando la distancia es insuficiente, la crítica se hace «proyectiva»: ponemos en el objeto lo que repudiamos en nosotros mismos. A esa «crítica proyectiva» (que suele plantearse como inapelable) cabe contraponer una «crítica reflexiva» que parte del autoanálisis y, en particular, de aquello que motiva nuestros juicios revocables. Para volver a tu pregunta: la distancia idónea en la escritura es aquella que nos permite la elaboración de una crítica reflexiva capaz de dialogar con lo que cuestiona. Demasiado a menudo la falta de distanciamiento nos hace confundir nuestros prejuicios –por más racionalizados que estén- con nuestros juicios condicionados por el conocimiento que disponemos del objeto juzgado.
«donde aprendimos la intemperie/ de amar». ¿Hay otra manera de amar que no sea a la intemperie?
También están quienes aman protegiéndose en su búnker o refugiándose en su atalaya. Amar a la intemperie es desistir de esas defensas del yo, de ese atrincheramiento del sujeto que la experiencia amorosa no necesariamente logra desarmar. Aunque no seré yo quien ponga en cuestión la autenticidad de esas otras maneras de amar, mi búsqueda intenta ser un aprendizaje en la mutua vulnerabilidad. En vez de escudarnos o acorazarnos ante las personas que amamos, también podemos ahondar en la práctica de la indefensión.
¿Alguien sabe morir?
Aunque desde Platón una de las aspiraciones centrales de la filosofía es la preparación para la muerte, quizás nunca estemos suficientemente preparados. Dudo que alguna vez podamos estarlo. Aun así, la conciencia de la finitud tiene sus ventajas: entre otras, salirnos de cierta ilusión de omnipotencia que lleva a la mutua destrucción y ayudarnos a destituir esa hybris o arrogancia que nos ciega ante el otro. Porque el pulso de lo viviente es frágil y efímero tenemos el deber de protegerlo. Saber morir, de algún modo, es aprender a desaparecer. ¿Quién podría dar lecciones sin contradecirse?
¿Cómo «sangra la belleza»?
Aunque desconfío de cualquier forma de esteticismo (que eleva lo bello a ideal político superior) nuestra sensibilidad es herida a cada paso. Acorralada la naturaleza, vallados los espacios como un reservorio en la sequía, amurallados los oasis privados, es la belleza misma la que queda cercada. Entre cementerios de cemento y un cielo ennegrecido, lo bello subsiste como experiencia confinada. El propio goce estético parece cada vez más privatizado, recluido en algunos altares sagrados o reductos favorecidos. La belleza sangra y nos lacera. Empeñados como sociedad en dominar el mundo natural –a fuerza de destruirlo-, lo desagradable e incluso lo repulsivo forman parte de nuestra experiencia cotidiana. Claro está, eso no niega lo que pueden tener de espléndidas nuestras ciudades o nuestros hábitats. Pero basta salir del palacio de cristal para toparse con los escombros. Siempre podemos cerrar los ojos, taparnos los oídos o la nariz, mantenernos confinados en nuestras pequeñas fortalezas o movernos en circuitos donde esa fealdad resulte invisible. Nada de eso niega lo que hay de perturbador en esta realidad lacerante. En medio de tanta gravedad, como Simone Weil, también podemos invocar la gracia en tanto promesa de una luz que no mienta. ¿No es el arte quien nos ayuda a reconocer esa belleza herida que sigue latiendo bajo las piedras?