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viernes, 18 de mayo de 2018cermi.es semanal Nº 302

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Los raros

Cornell, trapero nocturno de lo maravilloso

Por Esther Peñas

18/05/2018

Hay cajas de zapatos, de cerillas, de bombones, cajas de ahorro y de caudales, de música, de herramientas, de ritmo, cajas de galletas y de golosinas. Las hay terribles, a pesar del consuelo que encierran, como la de Pandora. Y después de todas las cajas que a uno se le ocurran, hechas con los materiales más nobles o rufianes, cuando ya no queden cajas que mencionar, cuando se agoten las numeraciones plausibles y las caóticas entonces, solo entonces, brotarán las cajas de Joseph Cornell, esas cajas en las que cabe el deseo. Más: lo simbólico. Poesía por otros medios. Poesía más allá del verso. Cajas habitadas por un universo inagotable, hermosísimo, delicado, elegante. Con una irreprimible pulsión por la miniatura, Cornell hizo de las cajas “un significante abierto a cosas que no sabremos”, como escribió sobre él la poeta María Negroni.
 
Joseph Cornell, artista plástico neoyorkinoDenme el instante del interludio.
 
Joseph Cornell (1903-1972) fue un artista plástico neoyorkino. También cineasta, a su manera. Sobre todo poeta. Ungido por el óleo del margen, caminaba de noche en busca de objetos desechados. Encontraba: bombillas, canicas, pájaros disecados, pequeñas muñecas. Encontraba: piezas de dominó, espejos, frascos de cristal. Poco a poco, fue mutando de trapero nocturno a coleccionista extravagante, e iba alternando estas variaciones de sí mismo con otras, la de hijo (vivió con su madre hasta la muerte de esta), la de hermano cómplice (Robert, confinado a una silla de ruedas por su parálisis cerebral). La indigencia que podría emanar al ser contemplado en sus rondas ávidas de basura (llámese despojos, si procede) se opone al prodigio de quien sabe mirar entre las pequeñas ruinas, descubrir el fulgor de entre los objetos viejos, los descartes. 
 
Próximo en un inicio al surrealismo, terminó alejándose del movimiento por considerarlo demasiado dogmático, en exceso violento, harto procaz. Y sin saberlo habitó las afueras del borde. 
 
Caja, de Joseph Cornell, artista plástico neoyorkinoEl hallazgo de pedazos de celuloide de una película de serie ‘B’ le animó a hacer su propio montaje. Cortaba fotogramas, alteraba su orden, dinamitaba el final. La veía con su hermano, utilizando en la proyección filtros, para que la sensación de lo onírico adquiriese textura; cuando se cansaba del filme, volvía a montarla como si se tratara de una historia diferente. Le entusiasmaba ese juego. En alguna ocasión proyectó de forma pública estos montajes, pero Dalí, tan histriónico, tan solipsista, tan ególatra y narciso, le acusó de haber copiado una idea suya (¿montar fotogramas convocando el azar, el juego, puede tener propietario?), y dejó de frecuentar a esos surrealistas de magia negra, como los denominaba, porque la suya era blanca. Blanca como la luminosidad –compleja y densa- de Emily Dickinson, a quien leía con admiración. Cornell leía a Dickinson, también a Novalis, a Rimbaud, a John Donne, a Baudelaire. Admiró a Greta Garbo. A Lauren Bacall. A Duchamp. Nunca dejó de ensamblar fotogramas.
 
Pintaba.
Hacía collages.
Esculpía.
Clasificaba informes visuales.
Escribía. 
Diseñaba portadas.
Transmutaba quincalla en poesía.
 
Caja, de Joseph Cornell, artista plástico neoyorkinoLas cajas (fin del interludio). Poemas en tres dimensiones. Assemblages. Lo que contenían carecía de valor intrínseco, pero en combinación, el resultado era la maravilla. El sueño. El deseo. Lo simbólico. Hay en ellas humor, lo inconsciente, el territorio onírico, la fantasía, la analogía, el fulgor. Aprendió a trabajar la madera para fabricarse sus propias cajas. Las poblaba de pájaros. Las infundía música, tiznándolas de referencias al mundo del ballet. De la ópera. La danza. A la bailarina rusa Tamara Toumanova le dedica una.
 
Hay farmacias en sus cajas. Lenitivos. Acaso restos de láudano. Historia Natural. Geografía. Mapas. Constelaciones. Papel pautado. Pentagramas. Algún hueso (muy digno en su disposición, como todo en él). Pájaros. Ya se dijo. Pájaros enjaulados (¿él, en una de sus cajas?), pájaros libres (¿él, mendigando a la noche el encuentro por las calles neoyorkinas de un buen material?). No buscaba ‘la obra de arte’, sino dar cuerpo al perímetro de su alma. Volver al sustrato original de sí, su primera reproducción. Tal vez la pérdida, el único discurso que legitima al poeta, queda reparada en la creación misma, siquiera un instante.
 
Caja, de Joseph Cornell, artista plástico neoyorkinoCajas como teatros en los que representar: la alegoría, el hambre, lo que no se puede convocar en lo exacto, la real. Desde el silencio del sótano en el que trabajada las construía, con una precisión alquímica. Nunca estuvieron en venta. Las regalaba. 
 
Se ganaba la vida como podía: componiendo portadas, trabajando de ilustrador, redactando piezas para cabeceras como ‘Vogue’…
 
Caja, de Joseph Cornell, artista plástico neoyorkinoEn 1958, a causa de un accidente automovilístico, su movilidad se ve maltrecha, acotada. Tras la muerte de su madre y de su hermano, se entrega a una melancolía extrema, de la que le cuesta desembarazarse. Sigue avivando la magia en sus cajas, recortando fotogramas, superponiendo papelitos… sigue pespuntando el sonido espumeante de su naufragio. Pero aún no lo sabe.  
 
De Cornell resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
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