Los raros
Roussel, el alquimista de la sintaxis
Por Esther Peñas
19/11/2021
Raymond Roussel (París, 1877-Palermo, 1933) viajó mucho. Siendo un niño chico, leía en voz alta Los viajes extraordinarios, de Julio Verne. Su madre, que lo adoraba hasta el paroxismo patológico, reunía en el salón a toda la servidumbre para que su pequeño tuviera público cada vez que decidía hacer una lectura. Su madre, a la que la muerte de otro de sus vástagos procuró una considerable neurosis, sometía a Raymond a un examen médico diario. Su madre, una dama intachable en los círculos parisinos, contrataba a actrices que simulasen ser las amantes de su hijo, homosexual, como Proust, a quien tenía por vecino.
Viajó mucho. Por ejemplo, en coche. Le pedía a su chófer que le llevara por la ciudad mientras él leía, para no ser molestado. Era rarito, el muchacho. Piaget, el celebérrimo pedagogo, lo catalogó como un tipo que presentaba «una modalidad desplazada de manía religiosa».
Viajó mucho, también con su madre, que llevaba entre sus pertenencias un ataúd por si fallecía en el ínterin. De casta le vino. India, Japón, China, Australia, Nueva Zelanda, Polinesia, Estados Unidos… Se dice que viajar, viajaba, pero que apenas salía de sus aposentos. Atendiendo a lo que él mismo nos dejó escrito, que tardaba horas en componer alguno de sus versos, mucho tiempo no le quedaba para disfrutar de los encantos de lo desconocido.
Viajó mucho, pero nunca testimonió esos viajes.
Convencido de que su alimentación influía en su escritura, sin pretenderlo se convirtió en un precursor de la dieta intermitente, al modo extremo: podía pasar varios días sin comer, próximo al delirio por inanición, para darse un festín de varias horas de ingesta.
Si sus libros (u obras de teatro) fracasaban, lo cual solía ocurrir con cierta casi obstinación cósmica, sufría una atroz erupción cutánea. Él sabía que no traspasaría la frontera de los nombres como un extraño, que es lo mismo que decir que confiaba en que su manera de narrar y su inspiración poética eran de tal calibre y voltaje que pervivirían en el tiempo. Y así fue. Se convirtió en referente del surrealismo, del movimiento nouveau roman (al que pertenecen entre otros el Nobel Claude Simon o Margarite Yourcenar) o del Grupo Oulipo (un conciliábulo de experimentación fundado por Raymond Queneau).
De entre sus títulos, Libros de la resistencia ha publicado Nuevas impresiones de África, en una edición tonsurada, facsímil y bilingüe, traducida por Antonio Alarcón; una obra muy curiosa, acaso ilegible, dividida en cuatro cantos de una única frase cada uno, frase interrumpida por las digresiones cinceladas entre paréntesis. O bien el lector salta páginas para proseguir su lectura inicial, o bien se deja emboscar por los propósitos descabellados de Roussel. Foucault interpretó estos paréntesis como la «medida infinita de la distancia que va de la mirada a lo que es visto».
De sus obras, que solo se han traducido al castellano apenas algunos títulos, quizás la más enigmática sea esta que nos ocupa, Nuevas impresiones de África, entre otras cosas por la cantidad de elementos no estrictamente lingüísticos que conforman el texto, además de los paréntesis, como muros que delimitan territorios soberanos de significación, la cantidad de notas a pie de página, cuya longitud desconciertan al sobrepasar, en ocasiones, el texto principal.
Como otra de sus novelas, Locus Solus, Nuevas impresiones de África se sustenta en el uso de parónimos (palabras entre las que establece una relación de semejanza por etimología o se pronuncian de forma muy similar,) y homonimias (palabras que se escriben o pronuncian igual, pero cuentan con diferentes significados). El procedimiento: escoge dos palabras que difieran en una letra (parónimas) y las inserta en dos frases idénticas en cuanto a su escritura pero distintas en su significado (homónimas), para, a continuación, escribir un relato que una ambas frases. Tenía delirios, se creía Shakespeare, o Dante. Sufría crisis.
Por su amigo Michel Leiris sabemos que nunca usaba camisas ni corbatas más de tres veces, que las chaquetas y los abrigos únicamente les daba de vida dos semanas y los cuellos de camisa expiraban al día. Tenía terror a los túneles y los evitaba.
Nuevas impresiones de África. El argumento lo conforma dos planos superpuestos, la extrañeza (casi lisérgica) de los métodos (crítico-paranoicos) de la contorsión de rimas, palabras, sonidos, paréntesis, y las gestas militares de los cruzados en tierras de faraones, pero también en Palestina, territorio por antonomasia (y a su pesar) de discordia, entremezclado de las peripecias de las huestes coloniales de Napoleón y el asombro de los avances científicos.
Los 1274 versos alejandrinos del original riman entre sí de forma abrazada y no cruzada, y en el libro solo se imprimieron las páginas impares. Tardó alrededor de siete años en escribirlo. Es la segunda obra de Roussel que incluye ilustraciones, junto con la obra teatral La Poussière de soleils, de 1926, y también en verso. Fueron encargadas de forma anónima por el autor al artista a través de una agencia de detectives. Las 59 imágenes sin identificación o epígrafe alguno están firmadas por Henri-Achille Zo, y guardan relación con algunos momentos de la narración, como la primera, que muestra a san Luis a su llegada a Egipto.
En 1938, el surrealista Jacques Brunius creó la primera «Máquina para leer Nuevas impresiones de África», desmontando las series y disponiendo cada una en tiras de papel colocadas bajo vidrio. En 1954, el patafísico argentino Juan Esteban Fassio inventó una nueva máquina, más compleja, al estilo de las antiguas libretas de direcciones, cuyas fichas iban sujetas a unos pequeños cilindros móviles que permitían cierta rotación de las mismas.
Por fortuna, Roussel estaba convencido de que le esperaba la gloria. Eso le permitió no hacer ni la más mínima concesión literaria. Después llegó Bretón (quien dijo de él que era «el más grande magnetizador de todos los tiempos»), Cortázar, Cunqueiro y Foucault, para reivindicarlo. Y aquí sigue, fascinándonos.
De Roussel resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.