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viernes, 09 de noviembre de 2018cermi.es semanal Nº 322

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"4,32 millones de personas con discapacidad,
más de 8.000 asociaciones luchando por sus derechos"

Opinión

La dignidad, un valor supremo, desconocido y mancillado en las personas con discapacidad

Por Jesús Martín Blanco, Delegado del CERMI Estatal para los Derechos Humanos y la Convención de la ONU sobre Discapacidad

09/11/2018

Jesús Martín Blanco, Delegado del CERMI Estatal para los Derechos Humanos y la Convención de la ONU sobre DiscapacidadLa dignidad es seguramente el valor más invocado en los últimos tiempos para reivindicar lo justo o aquello que no se ajusta a los derechos humanos. Se habla de vivienda, de trabajo y de sanidad dignos, pero también, incluso en sede parlamentaria, se hacen proclamas para recuperar la dignidad o para denunciar su pérdida.
 
Al hacer estas afirmaciones de alguna manera sabemos que la dignidad conecta como valor intrínseco de los derechos fundamentales  y  tenemos la nítida noción que está ligada a la idea de calidad de vida y a la efectividad de los derechos. 
 
Desde esta perspectiva, la concepción moderna de dignidad humana presenta como eje que las personas somos valiosas en sí mismas y que la igual dignidad es generadora de una igualdad jurídica y política de los individuos a pesar de sus posiciones sociales y desigualdades naturales.  
 
La dignidad de la persona es la más clásica raíz de los derechos fundamentales y a la que tan estrechamente están ligados los fundamentos de la igualdad. Es habitual considerar la dignidad humana como el fundamento de los derechos; en este sentido, este término se utiliza para hacer referencia a una serie de rasgos que caracterizan a los seres humanos y que sirven para expresar su singularidad.
 
La dignidad es humanidad, por lo que corresponde a todos los seres humanos sin ningún tipo de distinción, de manera que puede entenderse como el derecho de todo ser humano a tener derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Es decir todo ser humano tiene dignidad y no opera por tanto una desigualad de dignidad por cuanto implicaría desigualdad de humanidad, y precisamente son los derechos humanos los que enuncian qué desigualdades lesionan la dignidad y deshumanizan a la persona.
 
Es por ello que la dignidad no se gana ni se pierde como muchas veces nos hacen ver tertulianos  o nuestros representantes públicos, la dignidad se tiene al ser ésta una cualidad que se predica de toda persona, con independencia de cuál sea su comportamiento, pues ni tan siquiera una actuación indigna priva a la persona de su dignidad. Por paradójico que resulte, preservamos nuestra dignidad con independencia de lo indignos que podamos llegar a ser. La dignidad no queda desmentida por el hecho de que muchas personas se comporten indignamente, hasta el asesino más abyecto tiene dignidad.
 
Nuestra Carta Magna estipula en su artículo 10.2 que la dignidad se proyecta sobre todas las personas de forma igual, constituyendo con los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, el fundamento del orden político y de la paz social.
 
Sin embargo existen ciertas y notables discordancias con estas premisas y lo expuesto en nuestro ordenamiento jurídico, en las políticas públicas y las prácticas y actitudes hacia la ciudadanía con discapacidad.  Porque nuestra  condición humana y por ende nuestra dignidad se cuestiona y se vulnera de manera estructural en la medida que se nos segrega  en otros centros educativos, aunque  resulte difícil encontrar beneficios en las decisiones encaminadas a mantener separados a seres humanos, también se nos interna en contra de nuestra voluntad en instituciones, particularmente a las personas con discapacidad intelectual o psicosocial, permaneciendo una vez más aisladas de la comunidad y sin libertad para elegir su tratamiento médico. Se nos impedía que eligiésemos a nuestros representantes públicos midiendo la calidad de nuestro voto y cercenando un derecho civil y político pilar de cualquier democracia y también se esteriliza a las mujeres y niñas con discapacidad, a las que se priva de una función esencial corporal, como es la posibilidad de reproducirse sin que hayan tomado la decisión o lo hayan hecho a través de instancias ajenas y se usa la discapacidad excusa o coartada para limitar o reducir la capacidad de las personas de realizar actos válidos en el tráfico jurídico. Por no hablar de las discriminaciones a las que nos enfrentamos cada día al encontrar muros y barreras que cercenan nuestra igualdad de oportunidades, nuestra aportación al progreso de la comunidad y nuestra inclusión.
 
La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) es el gran hecho internacional sobre la discapacidad, el elemento de más valor que ha producido la comunidad mundial en relación con este grupo humano. Y como digo es una Ley que forma parte de nuestro ordenamiento jurídico interno.
 
Este instrumento vino para quedarse y para decirle al mundo que el único abordaje que se puede hacer de la discapacidad es como cuestión de derechos humanos y para que las personas con discapacidad contásemos con una herramienta jurídica vinculante a la hora de hacer valer nuestros derechos.
 
La CDPD supone importantes consecuencias para las personas con discapacidad, y entre las principales se destaca la “visibilidad” de este grupo ciudadano dentro del sistema de protección de derechos humanos de Naciones Unidas, la asunción indubitada del fenómeno de la discapacidad como una cuestión de derechos humanos, y el contar con una herramienta jurídica vinculante a la hora de hacer valer los derechos de estas personas. 
 
Un tratado que se sustenta precisamente en subrayar y reconocer la dignidad de las personas con discapacidad.  Porque la discapacidad debe ser entendida, asumida y respetada como una cuestión de derechos humanos, centrándose en la dignidad intrínseca del ser humano, y de manera accesoria —y sólo en el caso que sea necesario— en sus características clínicas. Situando al individuo en el centro de todas las decisiones que le afecten, y ubicando el centro del problema fuera de la persona —en la sociedad— y reconoce que las personas con discapacidad somos sujetos de derechos… Con derechos y que el Estado  y otras entidades tienen responsabilidades para garantizar nuestra ciudadanía. 
 
Este paradigma de la discapacidad basado en los derechos no se ve impulsado por la conmiseración, sino por la dignidad y la libertad. Busca los medios de respetar, apoyar y celebrar la diversidad humana mediante la creación de condiciones que permitan la verdadera inclusión de las personas con discapacidad. En lugar de vernos como sujetos pasivos de actos de beneficencia, nos empodera y nos capacita para que seamos protagonistas de nuestro destino y ser así  parte activa de la sociedad: en la educación, en  trabajo, en la vida política y cultural y en la defensa de nuestros derechos mediante el acceso a la justicia. 
 
Por todo ello, a esta Convención deben mirar aquellas y aquellos que legislan, que dirigen las políticas públicas y que aplican la Ley. Pero esa mirada deben realizarla también los que generan opinión, para que se nos describa de manera positiva en público, particularmente en los medios de comunicación. Por  supuesto las y los que educan, para que en la escuela  se practique la igualdad transformadora del cambio sociocultural, esa igualdad que cuestiona la visión hegemónica en la que persiste el tratamiento diferenciado por motivos de discapacidad y que contribuirá a erradicar las formas sistémicas y más ocultas de discriminación. Solo de esta manera dejaremos de ser especiales y seremos solamente PERSONAS con DIGNIDAD y DERECHOS reconocidos y garantizados.
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