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viernes, 08 de diciembre de 2017cermi.es semanal Nº 282

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Opinión

Odio y discapacidad: unos datos para la vergüenza. Cuando el prejuicio se convierte en delito (de odio)

El odio, un delito que perpetúa el estigma y nos aleja de la inclusión

Por Jesús Martín, delegado del CERMI para los Derechos Humanos y la Convención de Naciones Unidas de los Derechos de las Personas con Discapacidad

08/12/2017

Jesús Martín, delegado del CERMI para los Derechos Humanos y la Convención de Naciones Unidas de los Derechos de las Personas con DiscapacidadEnano, subnormal, loco, retrasado son palabras insertas en nuestro vocabulario como insultos, palabras que en muchos casos se dirigen a las propias personas con discapacidad que las escuchan con miedo y resignación, provocando heridas que les acompañarán para siempre.
 
El discurso del odio, según el Consejo de Europa, debe entenderse como fomento, promoción o instigación, en cualquiera de sus formas, del odio, la humillación o el menosprecio de una persona o grupo de personas, así como el acoso, descrédito, difusión de estereotipos negativos, estigmatización o amenaza con respecto a dicha persona o grupo de personas y la justificación de esas manifestaciones por razones de raza, color, ascendencia, origen nacional o étnico, edad, discapacidad, lengua, religión o creencias, sexo, género, identidad de género, orientación sexual y otras características o condición personales.
 
Para entender las motivaciones que llevan a este comportamiento hacia las personas con discapacidad hay que mirar a los vestigios que perpetúan esa creencia que un día nos etiquetó como seres inferiores, prescindibles o que había que curar. Tampoco ayuda contar con un marco jurídico, social y moral que sostiene esa visión mal entendida de la protección, al legitimar que se nos aparte y que se nos sustituya en la toma decisiones y que no se ajusta a la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad. Esta norma, de obligado cumplimiento para España, aspira a potenciar el respeto por la dignidad humana, la igualdad y la libertad de las personas con discapacidad. Ubica a estos hombres y mujeres en el centro de las decisiones que afecten a su existencia y los asume como sujetos de derechos y con derechos. 
 
Otra cuestión que nos señala y que alimenta la depreciación de las personas con discapacidad, es la segregación escolar, una política admitida en nuestro sistema educativo que mantiene a un 20% del alumnado con discapacidad en España en centros educativos “especiales”, algo inadmisible desde una perspectiva de igualdad de trato y no discriminación. ¿Cómo vamos a fomentar en las niñas y niños la tolerancia y el afecto si no hay convivencia? ¿Cuándo vamos a inculcar esos valores de solidaridad y de justicia social si los mantenemos alejados del diferente, precisamente porque es diferente? Esta es, sin duda, una práctica nociva que condena a esas niñas y niños hacia el ostracismo social y que refuerza la idea de vidas ocultas, asistidas y marginales en el imaginario colectivo.
 
Pero lamentablemente el discurso del odio está también en las aulas “ordinarias” bajo la denominación de acoso escolar. Aquél considerado, por las personas acosadoras dirigido a “víctimas fáciles” por no cumplir los mal entendidos estándares de la sociedad. Las víctimas del bullying suelen ser personas que por alguna característica personal se diferencian del resto y ahí entrarían las niñas y niños con discapacidad. El alumnado en ocasiones no comprende qué significa tener una discapacidad y lamentablemente la discapacidad acaba siendo motivo de exclusión o acoso escolar. 
 
El discurso de odio lleva al delito de odio, entendido como acto delictivo motivado por prejuicios hacia determinados grupos de personas. Para ser considerado como tal, la ofensa debe cumplir con dos criterios: primero, el acto debe constituir una ofensa bajo la ley penal; segundo, el acto debe haber sido motivado por parcialidad.
 
En el caso de la discapacidad comprende desde delitos de bajo nivel cometido por personas conocidas por la víctima o pequeños robos hasta ataques muy graves que incluyen tortura e incluso asesinato.
 
Las personas con discapacidad aportamos nombre y rostro a estas perturbadoras estadísticas, que constatan que el estigma pervive y que la tan invocada inclusión no ha penetrado en estos espacios de sufrimiento y dolor. Asimismo, sustenta la tesis de la vulnerabilidad y discriminación estructural que sufrimos las personas con discapacidad, y la ineficacia de las políticas públicas para hacer cumplir el artículo 16 de la  Convención sobre protección contra la explotación, la violencia y el abuso como tampoco considera el artículo 8 de toma de conciencia que, sin duda, contribuiría a fomentar el respeto de los derechos y la dignidad de las personas con discapacidad y a erradicar esta visión lastimosa y dañina hacia estos hombres, mujeres, niñas y niños.
 
Un informe, elaborado por la Organización por la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), sobre delitos de odio en sus estados miembro sitúa a España en un terrible segundo puesto, solo por detrás de Reino Unido, en registrar delitos de odio contra las personas con discapacidad: 264 casos, cifra creciente con respecto a 2015 con 226 casos computados. Este informe, sin embargo, apenas arroja luz sobre la naturaleza de estos delitos, ya que estima en 158 los casos indeterminados. Este número, además de ocultar dolor, podría proporcionar información relevante sobre la tipología y prevalencia de las vulneraciones contra la integridad que sufrimos las personas con discapacidad para impulsar medidas que contribuyan a revertirlas. En este ránking de marginalidad y, según un estudio  de la Policía Nacional, dentro del Sistema Estadístico de Criminalidad, volvemos a ser medalla de plata, esta vez en casa, es decir, en nuestro propio país. Copamos casi un 21% de los delitos de odio. Solo lo supera otra lacra perenne en nuestra sociedad, como es el racismo y la xenofobia.
 
Estos son datos para la vergüenza, números que nunca debieron existir. Nuestro marco legal se ampara bajo un tratado revolucionario que, además de la igualdad, formal, sustantiva y de oportunidades, invoca la igualdad transformadora para hacer del cambio sociocultural una obligación jurídica, al igual que tenemos que cuestionar los acuerdos patriarcales hegemónicos y erradicar las formas sistémicas y más ocultas de discriminación contra las mujeres, entre ellas la violencia de género. Esta igualdad transformadora debe impregnar también a las personas con discapacidad. Para ello tenemos en la Convención una aliada fiel y estratégica, pues se trata de un grupo humano donde persiste el tratamiento diferenciado basado en la discapacidad con consecuencias perjudiciales. Dicho tratamiento se justifica erróneamente y se lleva a cabo bajo la apariencia de protección, tratamiento beneficioso o en el mejor interés de las personas con discapacidad y no está en línea con el enfoque de derechos que se defiende en este tratado. 
 
De igual forma, la perpetuación de representaciones negativas de la discapacidad afectan, de manera particular, a las mujeres y la infancia y las personas con discapacidad intelectual o psicosocial. Los ejemplos incluyen los prejuicios perdurables, el estigma y las percepciones erróneas contra este colectivo en la sociedad, incluidos los estereotipos dañinos en los medios de comunicación, así como la promoción de la caridad y los enfoques médicos, a pesar de su incompatibilidad con la Convención. Esta igualdad transformadora, por tanto, debe entenderse en términos de objetivos sociales. Los Estados tienen la obligación de elaborar políticas públicas que la garanticen. Solo de esta manera diluiremos el odio en favor de la empatía, el respeto y de la convivencia pacífica. 
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