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Dos fragantes flores mexicanas (*)

Por Andrés Amorós

03/10/2017

Andrés AmorósMe parece un notable acierto recuperar esta edición, casi centenaria, que incluye las dos obras más populares de Ruiz de Alarcón y que sirvió para difundir su personalidad.
 
Coinciden, en este volumen, dos grandes escritores, mejicanos los dos, que se apartan por igual de los senderos trillados y que merecen no ser olvidados: un original dramaturgo  de la escuela de Lope de Vega, Juan Ruiz de Alarcón, y  un humanista de talla internacional, Alfonso Reyes. Recordemos unos pocos datos, que sirvan para situarlos.
 

1/ Juan Ruiz de Alarcón.

 
Como es bien sabido, Lope de Vega, consigue crear una fórmula teatral de gran categoría y, a la vez, de enorme éxito popular: a comienzos del XVII, era el dramaturgo de moda, todo el mundo acudía a ver sus obras para olvidarse de sus preocupaciones. Nuestro teatro clásico, en realidad, no sigue estilo clásico sino el barroco: no respeta las tres unidades (de lugar, de tiempo y de acción); mezcla los serio con lo cómico; atiende más al dinamismo de la acción que a la pintura de los personajes, que responden a unos esquemas convencionales (el galán, la dama, el gracioso…). En lo ideológico, respeta los grandes ideales de aquella sociedad: la religión, el patriotismo, la monarquía, el honor… 
 
Uno de los grandes atractivos de las obras de Juan Ruiz de Alarcón es que, dentro de la escuela de Lope, muestra una singular originalidad, matiza –no destruye– esas convenciones. Quizá, por eso, alguno de sus estrenos dio lugar a un notable escándalo. El ejemplo más claro es el de “El Anticristo” (1623), tal como lo cuenta Góngora, en una carta: “Echáronlo a perder aquel día con cierta redomilla que enterraron en medio del patio, con un olor tan infernal, que desmayó a muchos de los que no pudieron salir tan aprisa”. 
 
La consecuencia de este escándalo fue que prendieron nada menos que a Lope de Vega y a Mira de Amescua. ¿Se debió esto a simple rivalidad de colegas, a la escasa simpatía que despertaba, en algunos, Ruiz de Alarcón, o a la originalidad de ideas de la obra? Ninguna de las tres causas parece inverosímil.
 
No voy a repetir aquí los datos biográficos que aporta Alfonso Reyes, en su estudio. Baste con recordar que nació en Méjico y estudió allí Leyes; vino a España, en 1600; volvió a su tierra, ocho años después, para instalarse definitivamente en Madrid, en 1615. Sí quiero subrayar que, en esta última etapa, obtuvo el favor real y formó parte del entorno del Conde Duque de Olivares. 
El número de obras dramáticas que escribió Alarcón no es grande, para lo que era habitual, en los principales autores de la época: solo una treintena, incluidas las que se le atribuyen. Su experiencia teatral puede calificarse de agridulce: obtuvo éxitos, fama y prestigio, pero también enemistades y situaciones ingratas. A eso responden las conocidas frases que dirige al público  de los corrales, en los Preliminares a la “Primera Parte” de sus comedias:
 
“Contigo hablo, bestia fiera (…) Allá van esas comedias: trátalas como sueles, no como es justo, sino como es gusto, que ellas te miran con desprecio y sin temor, como las que pasaron ya el peligro de tus silbos (…) Si desagradaren, me holgaré de saber que son buenas, y, si no, me vengará, de saber que no lo son, el dinero que te han de costar”.
 
Portada de nueva edición de la obra “Teatro” de Ruiz de Alarcón, a cargo de Alfonso Reyes, de próxima publicación por el CERMI en su colección literaria EmperoUna declaración tan rotunda no era frecuente, desde luego, en el teatro español de entonces. No debo dilatar más la mención de un rasgo biográfico que pudo influir en toda esta complicada relación con el público y con sus colegas: Ruiz de Alarcón era bajo, corcovado y “barbitaheño” (de barba bermeja). Parece demostrado que su deformidad le perjudicó, a la hora de obtener algunos puestos: “El defecto corporal que tiene es grande para la autoridad que ha menester representar”, dice un documento. 
 
Lo  indudable es que, en esta época, la compasión por esas limitaciones físicas no era habitual. Con tanta dureza como ingenio, se burlaron de él, por este motivo, Lope de Vega, Arguijo, Góngora, Quevedo, Tirso, Salas Barbadillo… Las citas que aporta Alfonso Reyes, en su estudio,  producen, a la vez, admiración, por su talento literario, y vergüenza, por su crueldad. ¿Cómo no iba a influir todo esto en el carácter de Ruiz de Alarcón y en la visión del mundo que presentan sus obras?
 

2/ La singularidad de su teatro.

 
Al margen de las anécdotas biográficas, nos atrae el teatro de Ruiz de Alarcón por su originalidad, reconocida por toda la crítica. Estuvo muy olvidado en el siglo XVIII pero lo reivindicó el romántico Hartzenbusch: es “el más moderno de nuestro teatro clásico”. Menéndez Pelayo lo llamó “nuestro Terencio… el clásico de un teatro romántico”. Valbuena Prat lo adscribe al género de la comedia urbana y moral, que, “por medio de la ironía y el desenlace ejemplar, se propone fustigar un vicio”.
 
En concreto, se singulariza Alarcón por la unidad de acción, el tono reflexivo, el predominio de los caracteres sobre la acción,  la moderada comicidad del gracioso (convertido, a veces, en prudente consejero), el gusto por lo cotidiano…
 
La moral que propone, en sus obras, es razonable y laica; no es heroica, está al alcance de cualquiera. Defiende virtudes como la sinceridad, la generosidad, el perdón, la fidelidad a las promesas, la cortesía, la gratitud, la discreción… 
 
¿De qué fuente procede todo esto? Para unos, de su profesión: es jurista, no teólogo. Lo ponen, otros, en relación con la moral contrarreformista, antimaquiavélica: el fin no justifica los medios; en concreto, con la reforma del código de conducta nobiliaria que quiso imponer el gobierno de Olivares, a comienzos del XVII. Para muchos, esta originalidad procede de su carácter, templado por los ataques, y de su origen mejicano.
 
La consecuencia de todo esto es su proyección internacional, la influencia que ejerce sobre Molière, Corneille (“Le menteur”) y Goldoni (“Il bugiardo”). En la historia del teatro español, su línea es comparable a la de Moratín, López de Ayala, Benavente, Martínez Sierra…
 

3/ Alfonso Reyes.

 
Al atractivo de la figura de Ruiz de Alarcón se une, en esta edición, el de la admirable figura de otro mejicano, Alfonso Reyes (1889-1959), que simboliza el renacimiento de las humanidades clásicas, en su país. Desde 1914 hasta 1924, vivió en España, colaboró con los filólogos del Centro de Estudios Históricos (a eso responde su edición de Ruiz de Alarcón) y trabó amistad con los más grandes escritores: Unamuno, Ortega. Juan Ramón, Azorín, Valle-Inclán… Gracias a él, cambió la imagen de Hispanoamérica que tenían muchos escritores españoles. De vuelta a su país, dirigió la Casa de España y, luego, el Colegio de México, que tanto ayudó a muchos intelectuales españoles exiliados. En su casa de México, estableció su personal “Capilla Alfonsina”. Fue propuesto para el Premio Nobel por Gabriela Mistral… En resumen, un personaje fascinante.
 
Como escritor, Alfonso Reyesse centró en el  ensayo (“el centauro de los géneros”, lo llamaba) pero también escribió teatro; hizo una versión en prosa del “Poema del Cid”; tradujo a Homero, Sterne, Chesterton, Chejov; amaba a los clásicos griegos tanto como a Góngora, Goethe o Mallarmé; se interesó hasta por la moda y la cocina… De su curiosidad universal dan fe los 27 tomos de sus “Obras Completas”, publicadas por el Fondo de Cultura Económica. 
 
Lo elogia al máximo el muy exigente Jorge Luis Borges: “Es el mejor prosista en lengua española de cualquier época”. Y le dedica un hermoso poema, “In Memoriam A.R.”: “Reyes, la indescifrable providencia, / que administra lo pródigo y lo parco, / nos dio, a los unos, el sector o el arco, / pero, a ti, la total circunferencia”.
 
En España, Eugenio d’Ors le consideraba compañero, en su lucha por el clasicismo, la inteligencia y la sobriedad: “Es el escritor que le ha torcido el cuello a la exuberancia y ha dejado limpia de su imagen mítica el mapa ideal de nuestra América”.
 

4/ Su visión de Ruiz de Alarcón.

 
Escribió Alfonso Reyes sobre Ruiz de Alarcón -creo- en cinco ocasiones, desde 1916 hasta 1955. La primera vez, en 1916, glosando una conferencia en la que su gran amigo Pedro Henríquez-Ureña había planteado el mexicanismo de Alarcón por su “sentimiento discreto, tono velado, matiz crepuscular…” Comenta entonces Reyes: “Sobre el ímpetu y la prodigalidad del español europeo, se ha impuesto, como fuerza moderadora, la prudente sobriedad, la discreción del mexicano”.
 
De 1918 es la edición, en “La Lectura”, que ahora se reedita. Critica a Menéndez Pelayo, que señalaba la “total ausencia de color americano”: le acusa quedarse en lo externo. Con fina dialéctica, señala que algo semejante podría decirse de las “Odas” de Fray Luis de León, que no mencionan a España pero sí son elemento esencial de su paisaje espiritual.  Elogia don Alfonso con finura la modernidad de esa escena costumbrista, en “La verdad sospechosa”, en que dos viejos se quejan del frío nocturno: “Parece que la noche ha refrescado (…) / éste es fresco, en mi edad, demasiado. / - Mejor será que en ese jardín mío / se nos ponga la mesa  y que gocemos / la cena con sazón, templado el frío”. La obra de Alarcón –concluye– refleja el rápido desarrollo de la sociedad criolla. Concluye, con prudencia: “La tesis del mexicanismo no lo explica todo, ha de recibirse con todas las reservas”.
 
Pero esa tesis se extendió muchísimo. En 1934, se inauguró el Palacio de Bellas Artes de la capital mejicana con una representación de “La verdad sospechosa”, para la que había compuesto música Manuel Ponce.
 
Cinco años después -escribe Alfonso Reyes-, a Ruiz de Alarcón se le reconoce ya como “el primer mexicano universal, flor de mexicanos”; con él, México toma la palabra, ante el mundo.
  
En 1948, Alfonso Reyes ha ampliado más su  punto de vista. Ya no es solo cuestión de mexicanismo: Ruiz de Alarcón ejemplifica la culminación del proceso de educación, en la Nueva España. En definitiva, es un ejemplo del entendimiento cultural entre México y España: un intercambio que beneficia también a Europa. Y concluye, con lirismo: “Ruiz de Alarcón planta, en el búcaro francés, una flor mexicana”. 
En realidad, son dos flores de Méjico, la de Juan Ruiz de Alarcón y la de Alfonso Reyes, las que, en esta edición, nos siguen deleitando.
 
(*) Texto de la introducción de Andrés Amorós para la nueva edición de la obra “Teatro” de Ruiz de Alarcón, a cargo de Alfonso Reyes, de próxima publicación por el CERMI en su colección literaria Empero.
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