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viernes, 18 de enero de 2013cermi.es semanal Nº 63

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Los raros

Blanchard o la delicadeza del ángulo

Por Esther Peñas

14/01/2013

El Museo Reina Sofía acoge, hasta el próximo 25 de febrero, una exposición sobre la cántabra María Blanchard (Santander, 1881- París, 1932). En realidad, María Gutiérrez Blanchard, aunque el primer apellido, el paterno, más bizarro, más cómico en lo que refiere, se cayó en algún momento de su itinerario pictórico.

Su vida, como cualquier otra escogiendo una perspectiva adecuada, no fue fácil. Estando encinta, su madre tropezó al bajar (¿o fue al subir?) del coche de caballos, procurando a su hija una enfermedad, la cifoescoliosis, una curva inusual y nefasta para la columna vertebral. Quizás por eso prefirió siempre el ángulo a la parábola, completa o mermada. Esta enfermedad confirió a Blanchard un carácter huidizo y una aversión crónica a las fotografías. Apenas si queda testimonio gráfico de esta fantástica pintora.

Lástima. A veces sucede. Que los artistas vean en lo deforme, en lo insólito, un signo vergonzante. A veces, quienes se contemplan como monstruos conjuran la belleza a través del arte y la moldean a su antojo. A veces, sin saberlo siquiera ellos mismos, pues no siempre la toma de conciencia acompaña a la frontera que distingue al hombre del artista. Dicen que decía, sinceramente, que no tenía talento. 

Gómez de la Serna la adoraba. Y la mentó bastante en sus escritos. “María vivía en estudios abandonados, a los que no habían vuelto los que desperdigó la guerra, y comenzó a pintar pieles cubistas, pucheros, maquinillas de moler café, especieros, botes, anatomías de las cosas, mezcladas a la anatomía de los seres... Yo la fui a visitar a una de aquellas casas de otros en las que las ropas colgadas en la desidia de no saber qué iba a pasar estaban colgadas fuera de los armarios”. También Gerardo Diego admiraba su autenticidad, su disciplina y su modestia, Y Claudel, ese profeta, quien la dedicó un poema. Y Lorca, que la frunció una bellísima elegía. Blanchard era tan poquita cosa, como se dice en los cantes flamencos, que prendía en todos el calor de lo entrañable.

Tuvo sus manías. Por ejemplo, aquel vestido de cuadros amarillos y verdes que se enfundó durante años y que ni su hermana Carmen ni su círculo más íntimo consiguió que jubilase. Del mismo modo tuvo sus reveses. Sobre todo la muerte del maestro, del que se había ya distanciado, Juan Gris. Cierta orfandad siempre brota cuando el daimón de carne y hueso cierra los ojos.

Busca lo que en ese momento el arte no la procura. Y se topa con una fe que no le era ajena, ni desconocida, pero en la que, como tantos otros, no había profundizado. El padre Alterman se convierte en su guía espiritual. Tal es su arrebato, tal la transición mística en la que se ve inmersa, que hasta sopesa la posibilidad de ordenarse monja, algo de lo que la disuade su sacerdote de cabecera.

Instalada en París desde joven, comienza a recibir el hospedaje indefinido primero de su hermana Carmen, su marido y sus tres hijos pequeños; después, el de sus otras hermanas, Ana y Aurelia. La madre a punto estuvo de engrosar las filas de las bocas que a la pintora tocaba alimentar, algo que trituraba su patrimonio, asfixiaba su espacio, interrumpía su trabajo. Todo ello, un combinado poco propicio para la estabilidad, comenzó a embestir su salud. Hasta que cayó irremediablemente enferma.

Machado escribió aquello de “estos días azules y este sol de la infancia”. Nada hubo después de aquellos versos. Blanchard formuló un deseo. “Si vivo voy a pintar muchas flores”. El condicional no le fue favorable. Una esquela la recuerda de esta guisa: “La artista española ha muerto anoche, después de una dolorosa enfermedad. El sitio que ocupaba en el arte contemporáneo era preponderante. Su arte, poderoso, hecho misticismo y de un amor apasionado por la profesión, quedará como uno de los auténticos y más significativos de nuestra época. Su vida de reclusa y de enferma había contribuido a desarrollar y a agudizar singularmente una de las más bellas inteligencias de ese tiempo”.

Comparte año de nacimiento con Picasso, pero es Juan Gris quien ejerce sobre ella el influjo del mentor. En efecto, el primer pálpito que surge en el recuerdo de los ojos cuando se contempla a Blanchard hace emerger al Juan Gris más bello, pero una mirada más atenta y una disposición de ánimo más limpia nos permite disfrutar de una personalidad única, delicada, elegante, melancólica.
 
Se observa a la perfección en su obra, jalonada en tres etapas diáfanas, en la primera, ‘Formación’, abundan bodegones, naturalezas muertas y composiciones (cabe destacar ‘El Monograma’, con esa textura de cera, tan próximo a un cartel publicitario como a uno de propaganda soviética, y sin embargo todo él cercano y tierno, elegante, como prometiendo cigarrillos de los caros). En la segunda, cubista hasta el tuétano, sin desterrar de la tela cierta sensación de volumen y atmósferas impropias del género, por ejemplo en esas mujeres deliciosas con mandolinas, o aquel bodegón con caja de cerillas, que dan paso, con la languidez de lo maduro y consciente, a la última etapa, ‘Figuración’, donde retoma lo que la nombra, con ecos de ese Gutiérrez Solana que inmortalizó a Gómez de la Serna en el Café del Pombo y del trazo hercúleo de Lempicka. Pero con otra fuerza y otro estilo, tan propios, tan definitivos...

De Blanchard resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “Los acostumbrados a los azucarados jarabes de los artistas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de esta poeta, ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierto refinado y excepcional arte modernísimo. Se trata, pues, de un raro”.

(1) La cita de Darío se ha visto modificada ligeramente para hacerla coincidir con una pintora como objeto, y no un escritor, como en el original

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