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viernes, 08 de mayo de 2015cermi.es semanal Nº 166

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Los raros

Clarice Lispector: en los límites del lenguaje

Por Esther Peñas

08/05/2015

Hay universos literarios en los que uno podría acomodarse sin la inquietud de tener que leer otras voces; maneras de contar que parecen poner palabras a nuestra propia razón de ser; usos y provechos del lenguaje a los que abandonarse sin reserva. Clarice Lispector es una de esas escritoras que ensancha el alma, espolea la emoción y deja huella en los dedos que pasan las páginas de sus libros. ‘Agua viva’, sobre todo (“te escribo a medida de mi aliento”).

Clarice Lispector
 
‘Agua viva’ quizás sea el monumento más plástico de Lispector a la literatura, porque se sustenta en el lenguaje. Es su referencia, su objeto y sujeto. No hay otro protagonista. El lenguaje trepa por la hoja adobada de zahínas manchas y enviste a quien lee, lo lleva en volandas, lo llena de preces que no termina de entender del todo pero las siente crepitar por dentro. 
Porque lo que escribe Clarice no es para leer, es para ser. 
 
Clarice LispectorY así se erige su trama ausente, su argumento de tan lacónico, nulo, y nos enciendo lo hermoso inexplicable. 
 
Nacida como Chaya Pinkhasovna Lispector en Ucrania, en 1920, y de origen judío, desde los cinco años vivió en Recife, Pernambuco. Está considerada una de las autoras -con permiso de Nélida Piñón- más destacadas de la literatura brasileña, con influencia de Machado de Assis, Rachel de Queiroz, Eça de Queiroz y Jorge Amado, pero cincelando un estilo inimitable e impar. 
 
Se casó con un diplomático, Maury Gurgel Valente, a quien acompañaría como lazo de organdí por distintos destinos (Clarice, tan ella, decía: “ni siquiera sé viajar”). Y tuvo dos hijos, Paulo y Pedro. Después llegó el divorcio y ella se diluyó en una fructífera y abundante tarea periodística (ya desvestida del pseudónimo tras el que se parapetaba como esposa, Tereza Quadros).
 
Su primer libro de cuentos, ‘Lazos de familia’, fue un éxito, donde el hogar y lo cotidiano son utilizados para explorar determinados conductos de la conciencia que conforman un carácter asentado e irreductible. No hay mirada amable en los relatos de Clarice. Sus mujeres, casi siempre casadas y con hijos, portan un sentimiento trágico tan griego y a la vez tan sutil. Hay como una sombra, la sombra jungüeriana, que se intuye pero casi nunca se manifiesta en plenitud. Después llegan otros muchos títulos, novelas,  cuentos para niños... ‘La hora de la estrella’, ‘Felicidad clandestina’, ‘Silencio’, ‘La manzana en la oscuridad’...
 
Clarice LispectorClarice era hermosa. Tanto. Una belleza exótica, refinada. De hecho, ella se mostraba más preocupada por salir bella en las fotografías de los muchachos de la prensa que por cerrar con tino un cuento (ambas, a su manera, dependían de ella). Coqueta hasta el paroxismo, se arreglaba una y otra vez, buscaba el ángulo, y la luz y el foco adecuado. Clarice, además de preciosa, fumaba como las fábricas en la época de la industrialización. Más, acaso. Y la vida, que a veces cambia el paso y nos hace dar traspiés, quiso que se quedara dormida con un cigarrillo en ristre, lo que provocó un incendio del que pudieron rescatarla con serias quemaduras que desfiguraron su cuerpo. Una de las manos le quedó casi inútil. También el fuego arañó su rostro. Y no se recompuso. La depresión la visitaba como sombra de pantano que no existe a cada momento. Su literatura se hizo cada vez más oscura, o más etérea.
 
Así apareció un libro que es otra cosa, ‘La pasión según GH’. “Si me confirmo y me considero verdadera, estaré perdida, porque no sabría dónde encajar mi nuevo modo de ser; si avanzase en mis visiones fragmentarias, el mundo entero tendría que transformarse para que ocupase yo un lugar en él”. Este libro habla de la desubicación existencial, la de un ser que se paraliza ante la visión de una cucaracha –sus propias miserias interiores- y la mira, no sin terror.
 
Y así también apareció un libro que resultó apaleado, ‘El viacrucis del cuerpo’, que es erotismo casi rayano en lo pornográfico y es expiación de sus quemaduras. Hay prostitutas y homosexuales, hay sexo sin amor y con mecanicismo, hay descarga y satisfacción, hay lo lúdico y lo sórdido.  
 
Lo último que se ha publicado en nuestro país (meritoria la labor de la editorial Siruela al dedicar una colección a la obra de la brasileña) son las cartas escritas por Clarice a sus hermanas, Tania y Elisa, bajo el título de ‘Queridas mías’. Baste esta postdata: “No te pongas nerviosa si no puedes entender la letra. Cuenta hasta 10, da una vuelta por el jardín y vuelve al trabajo con espíritu de sacrificio cristiano”.
 
La suya es la reflexión continua sobre los límites del lenguaje, arropada de poesía y de tenacidad, de concisión, hasta donde esta le es permitida a cualquier poeta en su desnortado intento por cubrir la distancia entre el hecho sentimental y su reflejo en la palabra, que es tanto como decir entre la materia y el alma agustiniana.
 
De Clarice resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
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