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viernes, 02 de octubre de 2020cermi.es semanal Nº 407

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Los raros

Nerval, la suspensión de un genio en la sordidez de una ciudad

Por Esther Peñas

02/10/2020

Al principio fue Nerval. Antes que Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud o Verlaine. Gérard de Nerval (París, 1808-1855), quien se ajustó el salacot para adentrarse en las frondosidades del sueño, desvelando con la delicadeza del poeta la vida onírica, para él más corpórea y más real, más carnosa y fascinante que la vigilia. La vigilia le postraba frustración, acaso la peor de todas: la no correspondencia amorosa. Disculpen la síntesis. Siempre todo es más complejo que un simple enunciado.

Gerald de Nerval (París, 1808-1855)Pero Nerval no fue al principio Nerval. Sino Gérard Labrunie. Entonces ya sí, acaso sin saberlo, uno de los más insignes, veloces y arrebatados poetas románticos, bruñido con los favores de los dioses, que le permitieron habitar regiones secretas, conjurar imágenes bellísimas de tan imposibles. Labrunie. Huérfano de madre sin haber cumplido los cuatro, esa pérdida –tan irreparable como psicoanalíticamente determinante-. Cirlot asegura en el posfacio a Cartas de amor a Jenny Colon (Wunderkammer) que esta muerte (que incluye el hecho demoledor de no contar con una tumba a la que acudir –el hijo no la encontró jamás-) resignifica el amor en Nerval, convirtiéndolo en un mensajero del más allá, en algo sagrado, sin metáfora. “Crear una gran ilusión para encontrar en ella una esperanza”. Las palabras, sacadas de una de esas epístolas, son del francés. 
 
Siendo un adolescente tradujo (más por intuición que por exactitud) Fausto, causando el asombro de Goethe, quien le dedicó requiebros tan certeros como trágicos serían los acontecimientos que jalonarían su vida. Pero aún esto, ni Goethe ni Nerval lo sabían. Esa traducción le facilitó conocer a otros grandes, Heine, Schiller, con quienes mantuvo la amistad, como hizo con su compañero Théophile Gautier, quien fundó El club de los hachisianos, al que acudían deliciosos perdularios como Dumas (por cierto, con quien nuestro poeta escribe la ópera El piquillo), Flaubert, Balzac. También Nerval. 
 
Nerval fumaba hachís y buscaba su sustento: aprendiz de imprenta, periodista, ayudante de notario… no se le daban bien las cuestiones de avituallamiento, lo prosaico. Ni siquiera acaso el único golpe de suerte que tuvo lo alivió de sus apuros económicos. Fue una herencia, suculenta, que disipó fundando, junto a Anatole Bouchardy, la revista Monde dramatique, dedicada al teatro y cuya seña de identidad era la no firma de sus artículos. Mal administrada, quebró. Para entonces ya había conocido a la actriz Jenny Colon, Nerval. De hecho, uno de sus propósitos al fundar la cabecera era enfatizar sus dotes interpretativas, promocionar su carrera. Para entonces estaba tan enamorado de Jenny Colon, Nerval, que termina una de sus cartas poniéndose al pie de los caballos. Literalmente: “Si necesita un cuerpo en el que apoyar el pie para subir más alto, ya sabe…”
 
Pero Nerval al principio no era Nerval, lo dijimos. Era Labruine. Al parecer, el nom de plume responde a una finca donde pasó largas temporadas durante su infancia con su abuelo, Clos de Nerval. 
 
¿En qué momento se presenta a importunar la locura? La primera crisis datada tiene fecha de 23 de febrero de 1841. Debió de ser enérgica y demoledora, pues el crítico Jules Janin publicó una necrológica en Les Débats.
 
¿Responde a un desorden algunas de las escenas míticas que nos han llegado del poeta? Aquellas, por ejemplo, en las que pasea por una zona céntrica de París, Palais-Royal, con una ¡langosta! atada a una cinta azul. Azul como el overol de Hoyos y Vinent, ese mono de seda con el que caminaba el aristócrata anarquista y homosexual por la Puerta del Sol, pistolón al roce de caderas. Imaginen a Nerval, con ese mohín en el lado diestro de la boca, con su mirada brumosa, casi impertinente, implorante, su bigote respetable, su calvicie bífida, caminando al ritmo –un tanto zangolotino- de una langosta. “Conocen los secretos del mar y no ladran”, afirmó al ser preguntado.
 
Nerval está enamorado como nunca y como pocos. Porque el amor es algo insólito. Nerval ama a Jenny Colon, pero no hay reciprocidad, acaso cariño. Pero recibir cariño cuando se ama no es suficiente. Ama tanto, que acepta el dolor. “Un amor como el mío necesitaba una lucha penosa y difícil; esta pasión infatigable necesitaba una resistencia inaudita”. Otra de sus cartas. 
 
Ama lo que no es, Nerval, mientras el doctor Émile Blanche, defensor de la paciencia y del diálogo para procurar la independencia de sus pacientes (postura contraria a la de su antagonista psiquiátrico, el doctor Leuret, que proponía la fuerza como única vía de curación), el doctor Blanche, decíamos, le recomienda escribir a modo de terapia y lo diagnostica una “manía aguda de improbable curación”. El hachís, tanto como el amor, lo acerca a Dios, pero desde un misticismo onírico, desde esa embriaguez tan propia del exceso.
 
En el entretanto de sus conductas sospechosas a los ojos de los preceptores del equilibrio, Nerval no desiste en su amor. Se siente por momentos resignado (“Acepto en justicia sus desdenes”), por momentos eufórico (“Estoy contento, me veo sublime y me causo admiración”). Está convencido de que en algún momento Jenny Colon cederá a sus demandas, y con esa certeza desproporcionada emprende la tarea de amueblar la alcoba. Sí, amueblarla de tal manera que la belleza de la estancia contribuya a detener el tiempo. Con sus cortinas y sus paredes tapizadas de seda “de un rosa ideal en el que corrían prodigiosas florecillas campestres”, la alcoba y su reloj de péndulo, su araña veneciana, su espejo repujado en marquetería de nácar, y su cama con dosel. Con lo que no contaba nadie, y menos que nadie Nerval, es con la muerte de Jenny Colon. Infarto. Locura, la de Nerval. Absoluta.
 
En un intento por sobrevivir al dolor, viaja por Asia y África. Compra una esclava (lo que habría supuesto la delicia para otro poeta, este contemporáneo, novísimo, José María Álvarez), y vive con ella en El Cairo. Escribe Viaje a Oriente y Las quimeras, un libro formidable, de una mitología tan íntima como la que crease, en otro momento, con otra luz, Lovecraft. Las quimeras desatan en forma de soneto la infinitud de los contrarios, y contienen quizás el poema más famoso de Nerval, El desdichado, que en la versión de Arreola dice así: Yo soy el tenebroso, el viudo, el desolado/príncipe de Aquitania en su torre baldía./ Mi sola estrella ha muerto, mi laúd constelado/ el negro sol ostenta de la melancolía./ En la fúnebre noche, tú que me has consolado/ vuélveme el Posilipo y la mar que fue mía,/ la flor más placentera al pecho desolado,/ la viña en que el pámpano a la rosa se alía./ ¿Lusiñán o Birón? ¿Amor o Febo me creo?/ El beso de la reina empurpura mi frente, /nadar a la sirena vi en la gruta soñada./ De Aqueronte dos veces ya vencí la corriente,/ modulando a intervalos en la lira de Orfeo/ de la santa el suspiro con los gritos del hada”.
 
Hay episodios de esquizofrenia (Nerval escucha voces, oye a Moisés, a Adán,  le hablan), raptos de sonambulismos, ingresos en sanatorios, salidas en las que el frío lo abate. Y comienza a escribir Aurelia… “Aquí empezó para mí lo que llamaré el desbordamiento del sueño en la vida real. A partir de aquel momento, todo tomaba a veces un aspecto doble, y eso, sin que el razonamiento careciese nunca de lógica, sin que la memoria perdiese los más leves detalles de lo que me sucedía. Sólo que mis acciones –insensatas en apariencia–, estaban como sometidas a lo que llaman ilusión, según la razón humana…”
 
Otras obras están a la altura de la intensidad de Aurelia. Sylvia, un profundo y cosmogónico aliento de amor. De un amor que no conoce la abstracción porque es el amor, único, exacto. Tan próximo a La nueva Eloísa, de Rousseau, no se puede leer Sylvia sin que la conmoción nos transforme. “Estábamos en medio de extraños años después, en aquellos años que suelen seguir a una revolución o a la decadencia de un gran imperio (...) Buscamos nuevos nacimientos desde el ramo de rosas de Isis, anhelábamos que se nos apareciera la diosa joven y ser heridos por la vergüenza de las horas de luz que se extravían. Pero la ambición no tenía parte en nuestra vida. Nuestro único refugio era la torre de marfil de los poetas para ascender más y más alto. Por fin podíamos respirar el aire puro de la soledad, beber del olvido en la copa de oro de las leyendas y embriagarnos con la poesía y el amor. El amor, una figura vaga, de espectrales matices. La intimidad con la mujer ofendía nuestra ingenuidad, pues era nuestra regla considerarlas como diosas o reinas, y sobre todo, nunca acercarse a ellas”. Obra de Gustavo Doré, el suicidio de Nerval
 
Nerval ya vivía más allá, en el otro lado. Es un espectro, y lo sabe. Su escritura lo demuestra. Se sueña. Un sueño pesadillesco. Su tristeza y melancolía lastran su paso. Desaparece. Vagabundea. Lo sabe: “En los corazones más profundamente enamorados el exceso de emoción desordena en un instante todo lo que incumbe a la vida”. Se muere. Así que un día le deja una nota a su tía: “Cuando ya haya triunfado de todo, tendrás tu lugar en mi Olimpo, como yo tengo mi lugar en tu casa. No me esperes hoy, pues la noche será negra y blanca…”
 
Se ahorcó en la calle de la Vielle Lanterne (la farola antigua). Tenía 46 años. Gustavo Doré inmortalizó lo que nadie pudo ver, esa suspensión de un genio en la sordidez de una ciudad. 
 
De Nerval resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.
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