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viernes, 12 de octubre de 2012cermi.es semanal Nº 50

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Los raros

Artaud, el con-verso de casi todo

Por Esther Peñas

11/10/2012

Hay personalidades empapadas de una curiosidad convertida en búsqueda existencial; personalidades que no descansan y que terminan por enloquecer, porque la distancia que han abierto entre su paso y su contexto es insalvable; personalidades que tratan de sobrevivir a pesar de ser definitivas presas del dolor –físico, anímico-; personalidades que amanecen en el hallazgo fulminante de un arte oscuro y cruel. Tal es el caso de Antonin Artaud (Marsella, 1896- París, 1948), sobre el que se centra la exposición del Museo Reina Sofía ‘Los espectros de Artaud. Lenguaje y arte en los años cincuenta’, y que puede verse hasta el 17 de diciembre.

En cierto modo, los espectros de Artaud a los que alude el título de la muestra recuerdan inevitablemente a aquellos de los que habló Ibsen en la obra del mismo nombre. Espectros que nos descubren que el hombre es también miserable, mezquino, feroz. Artaud convivió con ellos desde joven. Tal vez la muerte de su hermana, cuando él tenía ocho años, conjuró a la caterva de fantasmas que jamás logró disipar.

Poeta, dramaturgo, novelista, ensayista y actor (baste mencionar, puesto que el oficio queda un tanto descolgado de la serie, que participó, entre otros, en el filme ‘La pasión de Juana de Arco’ que rodó Dreyer), Arnaud gozó de una visión artística totalizadora. Por eso no tuvo reparos en emplear los distintos géneros que surgían a su paso. Sabía que cualquiera de ellos conduce a la gloria libérrima de la creación.

“Selva, selva, hormiguean ojos/ en los pináculos multiplicados;/ cabellera de tormenta, los poetas/ montan sobre caballos, perros./ Los ojos se enfurecen,/ las lenguas giran/ el cielo afluye a las narices/ como azul leche nutricia;/ estoy pendiente de vuestras bocas/ mujeres, duros corazones de vinagre”. Sus versos son sus credenciales. Nada ni nadie tiene patente de corso sobre él. Excepto él mismo.

Su estilo sucio, casi obsceno por lo fiero, le condujo a edificar una nueva capilla en la dramaturgia: el teatro de la crueldad. Si Kafka quería que la literatura fuera como un hacha que resquebraja una placa de hielo, Artaud apostó todo o nada al arte como un contumaz golpe seco en el intelecto humano. Y su propuesta, temeraria, visionaria, iluminó a muchos otros que vinieron después, como Arrabal, Pinter o Jodorowsky.

Su temperamento, irritable, vidrioso, irascible, le condujo a distintos sanatorios mentales, en los que se le aplicaron métodos inhumanos. Él siempre afirmó que los doctores, más que curarle, quería destruirle, envidiosos de su talento. Acaso no le faltara razón.

Esa constante indagación por dar consigo mismo en plenitud le llevó a Méjico, donde convivió con la tribu de los Tarahumaras, y sucumbió a su sencilla pero simbólica cultura, a la vez que se rindió a los caminos visionarios que prometía el peyote, esa droga sobre la que pivota la obra del farsante o del maestro, según cómo se mire, Castaneda.

Conoció los extremos, y desde ellos se lanzaba, pendular. Fue seminarista, pero también ateo irreverente; un descreído que veneró el Tarot; un romántico que reventaba en estallidos de cólera; un torturador (que achacó a su madre la muerte de su hija) torturado. Un soñador consumido por el sonambulismo. Un con-verso de casi todo.

“Bajo esta costra de hueso y piel, que es mi cabeza, hay una constancia de angustias, no como un punto moral, como los razonamientos de una naturaleza imbécilmente puntillosa, o habitada por un germen de inquietudes dirigidas a su altura, sino como una decantación. En el interior, como la desposesión de mi sustancia vital, como la pérdida física y esencial (quiero decir pérdida de la esencia) de un sentido”, escribió.

La exposición que se puede contemplar el Reina Sofía explora la influencia de Artaud en muchos otros artistas, no sólo visuales (¿recuerdan a John Cale?). Su hábil intento de transcender los límites del lenguaje –escrito, hablado- alumbró una estirpe maldita, pero reputada (¿acaso no es lo mismo en tantas ocasiones?).

De Artaud resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.

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