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viernes, 14 de diciembre de 2018cermi.es semanal Nº 327

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Los raros

d’Ors o las transiciones inverosímiles

Por Esther Peñas

14/12/2018

“¡Cuánto patrimonio de personalidad no se malbarata miserablemente y desperdicia por culpa de nuestra dispersión atolondrada! ¡Y cuán infielmente servimos a la vocación cuando, en las tribulaciones, no sabemos acudir a un criterio objetivo que nos venga de fuera y nos ayude a discernir y medir su proporción!”, escribe Eugenio d’Ors (Barcelona, 1881- Villanueva y Geltrú, 1954) en su Introducción a la vida angélica.

Eugenio d’Ors con su esposa María PérezLa indagación de Xenius, el pseudónimo que utilizase en prensa el catalán, sobre la figura del Ángel supone una intrépida revisión del inconsciente freudiano, hallazgo que celebró pero que le generó la protesta de que el judío lo ubicase por debajo de la conciencia. Xenius habla del Ángel por inconsciente. Y lo sitúa por encima de la conciencia. No es, como propone el psicoanálisis, el sub-consciente sino un sobre-consciente. El Ángel de d’Ors se aleja de la concepción onírica que circunda al psicoanálisis porque el Ángel d’Orsiano es más real que un tajo en la mano, más real que los frutos del naranjo, más real que el hombre mismo. Porque es un ideal, y trasciende cualquier objeto. Jung lo llamará Arquetipo. 
 
Sin ser lo mejor de su producción, su caladero angelical conforma un territorio casi místico lleno de sugerencias. 
 
Xenius, acaso como cualquiera visto desde cierto ángulo, era un tipo de cuadro clínico complejo. Para algunos, un pedante; para otros, un traidor. Y entre medias una hilada de adjetivos: altivo, barroco, servil, mercenario, visionario…
 
Pasó de ejercer un nacionalismo catalán a egresar (jura iniciática incluida en la iglesia de San Agustín) como caballero falangista en las huestes del Régimen. Su catalanismo nada tiene que ver con el que campa en los noticiarios de la era postmoderna: el de entonces, el propio Eugenio, no apostaba por una independencia de Cataluña, sino por una reconquista catalana de la Península Ibérica, Portugal incluido. 
 
d’Ors tenía una concepción maniquea, en sus años de juventud, del panorama celtíbero: Cataluña era mesura, belleza, armonía; culta, educada, instruida. Cataluña encarnaba el ideal apolíneo. España, por el contrario, el despropósito, lo caótico, el desmán, el desorden, la pereza, la indolencia. Lo dionisíaco. 
 
Eugenio d’OrsEn esa misma disociación vivía el propio Xenius. Cuando escribía para periódicos catalanes, embestía contra lo tosco de Castilla y sus gentes. Cuando firmaba en la cabeceras madrileñas, se deshacía en salvas para con la Institución Libre de Enseñanza.
 
Este dandy, este seductor, este intelectual con finísima ironía (cuenta Enric Jardí en su biografía que, cuando estaba a punto de morirse, a causa de una parálisis progresiva, contestó a la pregunta por su estado de salud: “Pues ya lo ve usted: casi del todo esculpida mi propia estatua”), engrosó la nómina de intelectuales afectos al régimen, junto a Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo o Sánchez Mazas. 
 
Aranguren colocó su pensamiento a la altura de Leibniz y Hegel. Sin practicar el cainismo ni el rechazo a la excelencia –para Umbral el peor de los pecados españoles-, a Aranguren se le fue la mano en la comparación. Hay hipótesis, teorías deliciosas de alguna manera sistematizadas, como la ‘Doctrina de la inteligencia’, que propone sustituir el principio de contradicción por el de participación, hay fulgores magníficos (el propio estatuto ontológico del Ángel) y desde luego su prosa, aquilatada, incontestable, arrolladora, por momentos bellísima como crotorar de cigüeñas, capaz de hacer una transición inverosímil entre lo metafísico y lo castizo, entre lo narrativo y el virtuosismo abstracto, entre lo solemne y lo frívolo –dentro de un orden-. Su valor literario es inmenso, riquísimo, divertidísimo (en ocasiones). Recuerda a Gabriel Miró, a Unamuno, a Ortega, a Santayana. Pero él.
 
Se compró una ermita en Villanueva y Geltrú. Blandía bastones con empuñadura de plata. Se servía de monóculo. Sus gabanes fueron recreados por diversas plumas contemporáneas. Sus gabanes ostentosos, teatrales. 
 
Fue el primer director de Instrucción Pública de la Mancomunidad de Cataluña (embrión de la actual Generalidad), miembro de la Real Academia de la Lengua, en 1927 (su discurso, ‘Humanidades y literatura comparada’, fue respondido por Pemán), representante de España en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual. Pero, sobre todo, jefe nacional de Bellas Artes. Sobre todo porque su papel para recuperar las obras del Museo del Prado que Alberti y María Teresa León habían desperdigado para protegerlas de la contienda fue crucial. Entre otras, Las Meninas. 
 
Respirar es ganar una batalla. Y la suya era un Glosario. Glosas que fue publicando a lo largo de su vida, cuyo estilo y contenido influyeron en numerosos escritores (Valente, Umbral). Glosas que supusieron el entramado ideológico del Noucentisme, movimiento estético que superaba el Modernismo, sustentado en un espíritu europeísta y regido por la atención a las vanguardias de principio de siglo. Entre sus miembros: Ortega y Gasset, Cansinos Assens, Bergamín, Gómez de la Serna, Pérez de Ayala y Miró.
 
De d’Ors resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima”.
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