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Los raros
El delito de vida de Alda Merini
Por Esther Peñas
10/05/2019
Alda Merini. Esa mujer fumándose el deseo, el casto y lujurioso, encabalgando cigarrillos como para mantener despiertas siempre las luciérnagas del prodigio. Esa mujer de mirada noble y sonrisa de ritmo interno que busca compartir, más que atesorar, de sonrisa detrás de la cual esconde sus daños. Esa mujer de manos grandes que fueron encanijando sus versos hasta encontrar en ellos la síntesis del místico, esa mística que no renunció jamás al pecado que ahonda y que permite conocer a Dios (la reflexión es suya), esa mujer de plegaria incendiada de sensualidad, que proclamaba el cuerpo como altar mismo de vida. Esa mujer para quien la poesía es un deseo carnal y el amor identidad. Esa mujer cuyos versos son un cantar en la oscuridad. Esa mujer que habla y escribe con espontaneidad, ese saber anterior, al tiempo que pespunta luminosas y hondas reflexiones sobre el quehacer poético.
Escándalo de belleza que es la vida, a pesar del manicomio que la retuvo. Cuando murió su madre, una madre espartana, afín al fascio y su terrible liturgia y promesa de porvenir, la Merini encontró un sustituto uterino en el manicomio. No lo vivió como fractura sino como continuación de su vida real. El manicomio. No hay disociación en la Merini. Como Levinas, ese piadoso filósofo francés, es capaz de mirar a los ojos de sus verdugos, los mismos que socavaron su dignidad, casi con ternura. “Quien daña al prójimo es otro Caín. Quien ignora el dolor ajeno merece la picota”, escribe.
El manicomio le resulta un lugar en donde aprender e incorporar una mirada que se sitúa allí donde lo humano despojado de artificios. Por eso ella militó un desacato al orden, por eso, como Pirandello, pertenece a la estirpe del caos. Nada bello sale del orden. Lo apolíneo se disfruta en lo dionisíaco. Esa es la ética del desorden, la de que te roben a tu hija y seguir cabalgando la vida embridando un dolor constantemente en aullido, la de vivir con la amenaza de quedarte en la calle por no poder pagar los recibos, la de trasladarte a un hotel cuando recibes un premio consciente de que la recompensa tiene un fin. El desorden de hablar por teléfono como quien extiende hilo de cobre de intimidad a intimidad, de vagar por las calles en espera de ser encontrada. El desorden del amor sin reservas y de una pobreza natural, colmada por un gesto, una caricia, un rostro amable. También una pobreza sin metáfora posible, la misma que le impidió sufragar el funeral de su primer marido.
Ella pidió convento pero recibió manicomio.
El manicomio –a veces el mundo mismo- ya contemplado por la Merini desde la observación que la compartió su psicoanalista Fornari: “el manicomio es como la arena del mar: si entra en las valvas de una ostra, engendra perlas”. Un escándalo de vida.
Sabe que la persona es un cuerpo y un espíritu, del mismo modo que sabe que vivir es conjugar ser y estar. Presiente la armonía del cosmos, en la que cada parte integrante se vincula y se responde. Sabe, como ella dice, que “cada mujer tiene su manicomio, es decir, padece intolerancias, enfrentamientos, miedos, emotividad, abandonos, revanchas”. Pero la sustenta la certeza de que “cada mujer, al tiempo, está sostenida por un carisma de belleza que lleva dentro”.
Eso la ayuda a “reírse como una loca en el manicomio”.
Escandalosa belleza la de su poesía, porque no se pretende, acontece. Acontece –entiendo- desde tres modalidades de afirmación poética: luz, música, silencio.
Luz que no ignora la oscuridad sino que la incorpora como parte de lo mismo, de otra manera. “Ningún poeta puede elegir, desde sí mismo, estar bien. Sabe a priori, como los santos, que si ha sido elegido poeta por la vida, deberá aceptar la gracia de sus calamidades”. Dice la Merini. “Porque caer es una gracia”, podría responder la Negroni.
Música porque sus versos cantan, gozan, sostienen la vida. Su poesía lleva el sonido de su sangre, pero también el sonido del cosmos entero. Merini toca el piano (o la pianola, esa misma que vende a Luisella Veroli por diez mil liras rechazando la oferta de cincuenta mil). “La locura es un bien social. Sólo un loco, si le ofreces cincuenta mil liras, te dice que únicamente necesita diez”. Palabra de Merini.
Luz, música y silencio. El silencio es la crisis, la pausa. Sin silencio, sin suspensión entre dos versos, entre dos intuiciones poéticas, entre dos acontecimientos o movimientos nada se diferenciaría de nada, todo sería lo igual. El silencio es apertura a aquello que no sabemos que va a suceder. Pero sucede.
Es hermoso y simbólicamente obsceno que la Merini naciera un 21 de marzo, el día de la primavera, momento de la fecundidad, de lo fértil.
Por eso la Merini, más que crear, cría.
De Merini resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.