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Los raros
Marosa di Giorgio o la ebriedad corporal
Por Esther Peñas
18/06/2021
«Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se alimenta de muchas especies y de solo una. Las busca en la noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí. Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande, con rizos, vestido celeste».
María Rosa di Giorgio Médici (Salto, 1932- Montevideo, 2004). Contrajo sus nombres para alumbrar el suyo.
Hay autoras tan extrañas, tan del otro lado, tan inspiradas (¿por qué desconocido céfiro?), tan radicalmente otras en tiempos en los que se conculca el meteorito de Rimbaud (porque yo ya no es otro, yo hoy ya es siempre el mismo, plúmbeo, rancio, palimpsesto de sí) que es imposible no sentir una profunda alegría al leerlas. Nos lleva a Carroll, de algún modo. Acaso por la sutilidad de lo siniestro. Fecundación. Cópula. Fertilidad.
Marosa di Giorgio.
Se matriculó en Derecho, pero no fue ni al primer examen. Escribió toda su vida.
El erotismo de Marosa lo impregna todo, es panteísta, generoso, insaciable. Sus relatos están poblados de niñas que juegan con animales (recuérdese, por ejemplo, en ‘Misal de la Virgen’, que la mujer alumbra lagartos por la pelvis), pero también con vegetales a una rayuela de ternezas y roces excitantes, tan místicos y castos como propios de fragua. Así, eso cuerpos núbiles pueden gozar de los hibiscos, de los higos… No en vano el hilo que pespunta estos textos: misal, que remite al acto litúrgico de la eucaristía. Salvo que la liturgia, en Marosa, es de orden sensual. Una perturbadora liturgia sensual en cuanto mira:
«Salió un perro-zorro y vino al ruedo. Tenía el hocico largo, trotó un poco y robó un huevo de los que estaban en las ventanas, de regalo. Lo llevaba entre los dientes sin apretar. Volvió por otro y otro. Lo llevaba y volvía en la hora oscura del alba. Trabajando cautelosamente, con el hocico largo y húmedo y humectante…», leemos en ‘Misa de Pascua’.
Hay arrebatamiento, arrobamiento. Y lo más fascinante de estos textos es que es la experiencia carnal, el placer, el gozo lo que lleva a la plenitud máxima. Al éxtasis. Al encuentro con lo superior. Allí donde (parece) no hay falta.
Hay algo de estupor en cada punto y final. Algo que nos interpela de un modo inestable, convulso, incómodo, sobre nuestra identidad, porque en estos relatos (¿relatos, plegarias, poemas, fulgores?) lo irrevocable se diluye, y transitamos a cada tanto por el lado más desdentado del tabú, siendo un deseo ciclópeo –un deseo de lujuria, lubricado, sediento sostenidamente- lo que origina la narración para cerrarse en una extraña metamorfosis de unidad de destino en el cuerpo, lo cual intensifica el interés de esta obra que no deja de ser –todo en Marosa- una reivindicación de la ebriedad corporal, en un momento en el que las pantallas, las pandemias y una misantropía del alma nos recluyen en alcobas asépticas, que no admiten más que un arrendatario.
Hay oscuridad y provocación, hay una tentación constante y una disposición abierta a responder. Hay orgías inverosímiles (de insectos, de hongos) y un lirismo bárbaro. Hay un libro que es puro delirio de su feligresía. Misa de amor.
Su abuela materna es hija de vasco. Rosa Arreseigor. Rosa mística, como Marosa. «El gladiolo es una lanza con el costado lleno de claveles. Es un cuchillo de claveles. Es un fuego errante, nos quema los vestidos, los papeles. Mamá dice que es un muerto que ha resucitado y nombra a su padre y a su madre y empieza a llorar». ¿Desde dónde escribe esta mujer y su corteje de hongos, de liebres, de arbustos? Su abuelo materno fue uno de los fundadores de la masonería en Salto y de la Sociedad Italiana de Fomento. La saga, claro, venía de la Toscana.
Los nombres de sus personajes, ellas, la abundancia de las flores que se mentan, que se invocan, la manera en que hace que todo goce (incluso planetas con humanos, jardines, seres seráficos…) Di Giorgio no se parece a nada. A Nadie. Es como una de esas flores de cactus que se abre y se cierra al placer de la luz. O de su ausencia.
«Eres la abuela, eres mamá, eres Marosa, todo eres, con tu eterna juventud, tu vejez eterna, niña de Comunión, niña de novia, niña de muerte».
De Marosa resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.