
"4,32 millones de personas con discapacidad,
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Los raros
Wain o la agreste pintura felina
Por Esther Peñas
26/05/2014
Louis Wain (1860-1939) fue un ilustrador inglés. En su oficio no despuntó. Era correcto, pero no brillante. No sabemos si eso, en líneas generales, es suficiente. Ni para qué lo sería. Según el ángulo. Pero Louis Wain se casó. Se casó enamorado. A los veintitrés años. Con la institutriz de sus hermanas, Emily.
Wain, acaso por perpetuar esa ilusión conyugal, continúa dedicándose al dibujo de gatos. Entonces despunta. La gente comienza a admirar esos mininos que juegan al golf, y bailan (¿un fox-trot?), y ríen a mandíbula batiente, y se besan con ardiente oscuridad. De pronto, los gatos dibujados por Wain se reproducen en cualquier espacio: calendarios, prensa, publicidad, tarjetas, libros... ningún soporte de papel lo esquiva.
Inicia, incluso, una campaña pública de apoyo a la especie, afiliándose a distintas organizaciones protectoras, como el ‘National cat club’.
Probó suerte en la Gran Manzana, tratando de patentar un modelo de lámpara que no convenció a nadie. Lo poco que ahorró se desvaneció en ese proyecto, luminoso pero fallido. Retorna a la casa materna. Al útero primero. Comienza a asfixiarse.
En 1910 sus gatos mutan. Ya no son gráciles, simpáticos, entrañables. Comienzan a adoptar una siniestra expresión, un gesto inquietante, discordante; asoma en ellos una lúgubre intención. De pronto ya no son humanos (mucho menos practicantes de cultura alguna) sino que regresan al estado salvaje, al primer estado agreste, bárbaro, inhóspito y fiero. Todo eso.
Algo sucede. Wain también cambia. Hace cosas raras. Extrañas. Cambia constantemente de sitio los muebles de las casa, a horas intempestivas. Sin lógica. Ni concierto. No da explicaciones. Las hermanas tratan en vano de frenarle. Él responde con violencia. Ellas lo temen. Camina –como Walser, pero ¿quién camina como Walser sino el propio Walser?- sin parar, sin itinerario concreto, sin destino preciso. Se desorienta de tanto caminar. Se pierde. No es metáfora. Su carácter se vuelve errático (qué adjetivo tan perturbador recogen las biografías: errático. La ‘r’ redobla su intensidad).
Las hermanas deciden internarlo, y lo hacen en el ala de los pobres, de los sin recursos, de los parias del sentimiento ajeno. Había cumplido 57 años. No recibe ternura alguna. Sí recibe un diagnóstico: esquizofrenia. Quizás originada por la toxoplasmosis contagiada por alguno de esos mininos a los que cobijaba (no se descarta que la infección proviniera de los otros, de los que dibujaba).
Un gesto. El de H.G. Wells, que tanto admiraba a Wain, que consigue trasladarle al pabellón de Psiquiatría del Hospital real Bethlem, con amplios jardines y con la dispensa de poder tener en su habitación más gatos. Wain sigue pintando.
Él mismo contó que ese cambio se debía a la mella que las imágenes del cine habían hecho en su cerebro. Creía que las imágenes proyectadas en la pantalla le arrebataron la electricidad cerebral. Sus gatos son irreconocibles. Pueden ser gatos, violas, la Vía Láctea. Pero inquietan, perturban, angustian.
“Los gatos ingleses que no se parecen a los de Wain se avergüenzan de sí mismos”, afirmó H.G. Wells. Después de su muerte, su obra ha sido analizada en multitud de estudios.
De Wain resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y gemadas de los cantos ya amorosos ya místicos ya desesperados de este poeta ya que en ellos está contenidos un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.