Cultura
IV Centenario de la muerte de Cervantes
Cervantes, el manco que no lo era
Por Esther Peñas
11/03/2016
“Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo el rayo de la guerra, Carlos Quinto, de felice memoria”. De este modo se describe a sí mismo el glorioso escritor en el prólogo de sus ‘Novelas ejemplares’. Y digámoslo ya: El manco más famoso de la historia -con permiso del capitán Garfio- no lo era. Ahora, vayamos por partes.
Año 1570. La isla de Chipre es atacada por los turcos, que representan al enemigo canónico de los cristianos. Esta agresión procura la creación de una gran alianza, la Liga Santa, encabezada por España (bajo el reinado de Felipe II) e integrada por los Estados Pontificios (Pío V era el Papa en aquel momento), la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya. Su propósito: descabezar el Imperio Otomano.
El 7 de octubre tiene lugar, en el golfo de Lepanto, territorio griego, la contienda. La Liga Santa disponía de 207 galeras, 20 navíos armados, 6 galeazas y diversos bergantines y fragatas. En total, sumaban 1.215 piezas de artillería. En total, 90.000 hombres conformaban este portentoso ejército sobre el agua. El contrario, a cuyo frente se situaba el sultán Alí Bajá, disponía de una superioridad de barcos (221 galeras, 38 galeotes y 18 fustas), pero menos soldados: unos 83.000.
El ataque fue frontal, pero la pericia de los comandantes de la Liga Santa, Juan de Austria, Marco Antonio Colonna y Sebastiano Venier, queda recompensada con la victoria. Apenas 60 navíos enemigos quedan a flote.
Cervantes ha luchado en esa batalla, a bordo de la galera ‘Marquesa’. Pero no salió indemne. Recibió tres heridas de arcabuz, un arma larga, muy vistosa, antecesora del mosquete y de uso común en infantería. El plomo de dos disparos se albergó en el pecho, y el tercero, de lleno, se incrustó en la mano izquierda. Seis meses estuvo convaleciente en el hospital y, aunque el pecho le fue reparado, no así su mano, que quedó desde ese momento inutilizable por un nervio quebrado a golpe de plomo. Inutilizable, no amputada. No era manco, pues, el manco más ilustre, el de Lepanto.
Se cree que con retranca, y no con la distinción que se le antepone en la actualidad, obtuvo el título de ‘Manco de Lepanto’. Al parecer, ese carácter suyo huraño y esquivo, un tanto rufián y bastante farfullero, animó a más de uno a tildarle de esta guisa, más por incordiar y hacerle burla que por destacar su participación en un hecho insigne (si es que una guerra, cualesquiere, pudiera serlo).
Se cree, porque se sabe más bien poco de su vida. Por no saber, no se conoce siquiera su rostro. Lo que leen. Su rostro es la mentira más grande jamás realzada, y sin embargo no tenemos otro. Fue pintado –que no retratado- cien años después de su muerte (por cierto, esto ya lo sabían, seguro: tampoco murió el día en que se celebra, en su honor, el día del Libro, el 23 de abril, sino un día antes). Y se le pintó con las indicaciones y descripciones que el propio escritor hizo de sí mismo. Su auténtica imagen, es un misterio. Como el día de su nacimiento. Cosas que pasan.
Se cree, decimos, porque no hay más que lagunas en su biografía. Se ignora, por ejemplo, por qué emigra a Italia con veintidós años; por qué se alista a la Santa Liga; por qué regresa a España, en 1575; cómo conoció a su esposa y por qué contrae matrimonio en Esquivias; tampoco sabemos por qué peregrina por Andalucía entre 1587 y 1597...
Hay conjeturas, claro. Por especular, que no quede. Por ejemplo. De su repentina partida a Roma, se cree que fue motivada por un duelo en el que resultó herido Antonio de Sigura, maestro de obras, por el que fue condenado Cervantes a que le cortaran públicamente la mano derecha y ser desterrado una década. Se cree. De ser, fortuna no haber perdido la mano, pues era diestro, y quién sabe si, de no haberla tenido dispuesta, hubiera podido seguir escribiendo –acaso por desánimo, no por falta de talento, más difícil de mutilar. Se cree.
Otro título le acompañó cierta parte de su vida, ‘El Manco del Espanto’, por el temor que despertaba entre los contribuyentes a los que visitaba. Sí, aparte de escribir de manera impar, de buscar en su literatura la posibilidad del ideal en lo real, de ahondar en la libertad humana, trabajó en distintos cometidos. Uno de ellos, el de recaudar impuestos destinados a cubrir las guerras en las que estaba embarcada España. En 1597, tras la quiebra del banco que recibía esos cobros, se le acusó de haberse aprovechado tomando prestado dinero que no era suyo y de haber cometido ciertas irregularidades en las cuentas a su cargo. Por ello estuvo preso en la Cárcel Real de Sevilla. Según nos cuenta él mismo en el prólogo del Quijote, allí “engendró” su obra seminal, se desconoce si en la prisión comenzó a escribirla o tan solo –poco no es- la ideó.
Su vida es un puro ir a salto de malta. Excomulgado tres veces –que ya meritorio-, fue esclavo de piratas cinco años, pasa cientos de penurias económicas, se desgasta en francachelas literarias (especialmente con Lope de Vega), y no hay constancia de un solo periodo vital de cierto sosiego. Pero se vengó de todos cuantos no lo comprendieron haciéndose inmortal.
Vaya por delante esta exhortación a que transiten, de nuevo o de nuevas, ‘El Quijote’, pero que esta genialidad que salva al hombre (al menos, al hombre de letras) no opaque el resto de su obra, con fulgor propio: ‘Los trabajos de Persiles y Sigismunda’, ‘Rinconete y Cortadillo’, ‘El licenciado vidriera’, ‘La ilustre fregona’ o ‘La Galatea’. Este que va en curso, 2016, celebra los cuatrocientos años de la muerte del escritor, del estafador, del romántico, del hosco, del único… Como dice Alonso Quijano a su perfecto interlocutor, Sancho, “aún entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno”. Sea Miguel de Cervantes Saavedra.
(Este será uno de los varios artículos con los que ‘cermi.es’ conmemorará los cuatrocientos años de la muerte de Cervantes)