Los raros
Cortés, el poeta encadenado
Por Esther Peñas
15/06/2018
Una noche de febrero de 1927, el poeta nicaragüense Alfonso Cortés perdió la razón. Como si hubiera descubierto que las líneas que unen las estrellas para formar las constelaciones son imaginarias, las conexiones neuronales se alteraron de manera irreversible. E irrevocable. Tenía 34 años, y leía ‘Un filósofo perplejo’, una de las obras más conocidas de Henry George, inspirador del georgismo, que sostiene que todo lo que se encuentra en la naturaleza pertenece a la humanidad.
Parece ser que, cuando terminó su lectura, Cortés se acostó. En mitad de la noche, despertó a su padre para contarle que algo iba mal. Tenía no pesadillas, sino “ideas terribles”. Lo achacaba a un artículo irreverente que acaba de publicar en la prensa. Su padre trató de calmarlo. Fue en vano. Cuando llegaron los doctores, el dictamen fue rotundo. Ya no estaba en sus cabales. Pasó varios meses con los ojos cerrados; después se negó a abrir la boca. Más tarde llegó el insomnio, recuerda el compadre Ernesto Cardenal, quien lo conoció.
Lo terrible vino con el tiempo, cuando su familia decidió encadenarlo a una viga del techo; después hicieron lo propio en el psiquiátrico, primero de la cintura y, cuando la compasión de los celadores se ensanchó un tanto, del tobillo. Quince años. Casi siete más encerrado.
Tenía dos obsesiones, una rivalidad tan bárbara como irreal con Rubén Darío (contra quien profería exabruptos a la menor ocasión y a quien consideraba un poeta menor) y su traducción del monólogo de Hamlet, Ser o no ser, haciendo del mismo una versión cristiana, ya que, a su juicio, la original era claramente calvinista.
Por cierto, que la casa en la que vivía Cortés había sido residencia de la infancia de Darío. En 1922, Francisca Sánchez del Pozo, ultima compañera y viuda de Rubén Darío, regresó a León para recoger los últimos papeles y documentos legados a su hijo, Rubén Darío Sánchez; Cortés le ayudó en esa tarea, y ella, agradecida, le donó el inmueble.
Escribir lo mantenía vivo, en toda la extensión del término. Cautivo alumbró alguno de los poemas más emocionantes de la poesía contemporánea, como ‘Ventana’ (que originalmente se tituló ‘Un detalle’):
“Un trozo de azul tiene mayor/ intensidad que todo el cielo,/ yo siento que allí vive, a flor/ del éxtasis feliz, mi anhelo./ Un viento de espíritus pasa/ muy lejos, desde mi ventana,/ dando un aire en que despedaza/ su carne una angelical diana./ Y en la alegría de los gestos,/ ebrios de azur, que se derraman,/ siento bullir locos pretextos,/ que estando aquí ¡de allá me llaman!”.
Que estando aquí de allá me llaman… Después de casi 22 años recluido, su hermana María Luisa se lo llevó a su ciudad natal, León. Allí vestía de blanco impoluto. Hablaba poco. Recibía a los niños de los colegios que lo iban a ver, en visitas de grupo, como cuando se lleva a una clase a un museo. Iban a ver a un poeta tarado. Después se retractó de su poema, por considerar que contenía un error teológico: un pedazo de cielo no podía ser más azul que el cielo al completo.
Cortés leía a los tres años. Estudió en la escuela del maestro Vicente Ibarra y, el bachillerato, en el Instituto Nacional de Occidente. Se dedicó al magisterio y a las letras, mientras estudiaba, de manera autodidacta, idiomas: inglés, italiano, portugués y francés, idioma que dominó a la perfección. Fue nombrado cónsul de Guatemala en México, en 1925, pero no llegó a asumir el cargo porque regresó a Nicaragua para atender la enfermedad de su madre.
Obtuvo, entre otras distinciones, el primer premio en los Juegos Florales de Quezaltenango, Guatemala, en 1921, con su poema “La Odisea del Istmo”, en el que profundizaba en “la distancia que hay de aquí a/ una estrella que nunca ha existido”.
Como Hölderlin, Campana o Blake, Cortés pertenece a la familia de grandes poetas que perdieron la razón. Karl Jaspers estableció (en su portentoso estudio patográfico ‘Genio y locura’, Aguilar) algunas características comunes, que también conciernen al nicaragüense: obsesiva conciencia por la vocación poética; gradual aislamiento y preocupación por el desdén con que replica el mundo; sensación de plenitud y euforias; acercamiento a lo luminoso; vehemencia del influjo divino.
Fallece el 3 de febrero de 1969, poco después de haber recibido un homenaje por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN). Está sepultado en la Catedral de León, la misma en la que reposan los restos de sus compañeros Miguel Larreynaga, Rubén Darío, Salomón de la Selva y José de la Cruz Mena. El mismo mes que extravió la cordura, recuperó la paz. Tenía 76 años.
Podemos encontrar tres etapas en su poesía. La primera de ellas, ‘poesía Alfonsina’, se caracteriza por la oscuridad, el misterio, lo intrigante y proclive a lo metafísico. En sus temas hallamos asunto filosóficos (el ser, la eternidad, el espacio…) La ‘poesía Modernista’, en la que transita la senda de Darío, pero tendente al soneto. Por último, lo que Cardenal denominó ‘poesía Mala’, escrita “torpemente”.
“Este afán de relatividad de/ nuestra vida contemporánea es/ lo que da al espacio una importancia/ que sólo está en nosotros,/ y quién sabe hasta cuándo aprenderemos/ a vivir como los astros/ libres en medio de lo que es sin fin/ y sin que nadie nos alimente”.
De Cortés resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.