Cuarto de invitados
Chantal Maillard, poeta
“No confiamos en el animal que somos”
Por Esther Peñas
02/07/2014
Sus poemas transitan el hueco. “Este largo erial de ser hombre”, que escribió Hugo Mujica. La resonancia, lo que transfigura y nos sugiere aquello que fue sentido y que se siente al leer los versos. Se abandonan, confiados a los hilos (mentales) y los husos (senti-mentales) que, como esas raíces rizomáticas, guardan un misterioso vínculo. El poeta se diluye. Es lo que menos importa. Sólo así emerge aquello que trasciende. No la poesía, más abstracta. Sino el poema, que sella la autenticidad de lo bello y aspira la verdad.
Hablamos de Chantal Maillard (Bruselas, 1951), que acaba de presentar una conmovedora reflexión sobre la naturaleza y proyección del poema en particular y de las artes en general. ‘La baba del caracol’ (Vaso Roto), en el que propone el regreso al origen. “Cuando el arte revirtió en el acto mismo de hacer, sin un algo haciéndose, perdió el soplo”.
‘La baba de caracol’. Como título recuerda a una canción de Teresita Fernández que loaba la belleza de las cosas feas…
¿Las cosas feas?... ¡Pero si un caracol es algo bellísimo!… Su rastro de baba es una traza luminosa que brilla en el suelo cuando le da la luz. Es precioso el rastro que deja el caracol. Además, el crecimiento de su concha responde a la proporción áurea, una extraña y sorprendente constante matemática que, en dondequiera que se aplique, siempre produce una sensación de armonía y belleza.
¿De qué depende que el poeta transite poéticamente por la realidad siguiendo uno de los tres caminos que usted analiza: revelación, construcción o esa senda tercera, a la que usted no pone nombre y que yo he llamado ‘cimbreante’, que entiende esa realidad como inestable y mutable?
Me gusta la palabra ‘cimbreante’, creo que se ajusta bien a lo que quiero decir… Pero ante todo, puntualicemos algo: no existen los poetas; existen personas cuya actividad, en algunos momentos más o menos duraderos de su vida, está siendo poética. Lo poético es una actitud más que un estado. Se trata de una abertura, un estar dispuesto a que la realidad nos alcance. Es una atención receptiva, una disposición. Llamaremos “poeta”, por lo tanto, para entendernos, a todo aquel que acostumbra a encontrarse en actitud poética. Ahora hablemos de estos tres modelos teóricos a los que usted se refiere y que son los que propongo en mi “Pequeña zoología poemática” para entender el poema desde distintos ángulos. Estos tres modelos: descubrimiento o revelación, construcción, y un tercero al que preferí no poner nombre, corresponden a tres maneras de relacionarse con la realidad. A las dos primeras, la filosofía les ha dado nombre: realismo e idealismo. Para el realista, la realidad está dada y de lo que se trata es de descubrirla o de desvelarla. El idealista, en cambio, entiende que la realidad no está dada sino que se construye; no es que se interprete (esto supondría que existe una realidad anterior a la interpretación) sino que, de alguna manera, se inventa. Si aplicamos estos patrones al ámbito poético, tendremos dos tipos de poesía: la oracular, que pretende desvelar o descubrir la realidad, y la “poiética”, es decir, la que responde a patrones propiamente artísticos: constructivos. En la primera, el poeta es un mediador, digamos, un…
¿Un receptor…una vasija de barro que se colma..?
… un poco al modo de la sibila, al modo del oráculo: alguien que escucha y transmite. El ejemplo animal que utilizo aquí es el cangrejo ermitaño, un ser cuya concha no le pertenece. El cangrejo ermitaño adopta la concha de algún molusco muerto y en ella crece; cuando se le queda estrecha, va en busca de otra más grande. En esta primera etapa, la de revelación, el poema es como el ermitaño: es la misma realidad, supuestamente “verdadera” la que, adoptando diversas formas de expresión, se transmite a través de la Historia. En el segundo modelo, en cambio, el poeta es un creador, un poíetes, un artista que “articula” el artefacto. Lo identifico con la araña, una animal que construye su tela con su propia saliva. Es muy interesante entender cómo la araña construye esa red – tejido o texto – en la que quedamos apresados… Claro que estos modelos no son excluyentes: en todo acto poético hay algo de construcción y puede, o no, que haya algo de revelación.
Y el tercer camino, el que se encara con esa realidad ‘cimbreante’, y cuya correspondencia zoomórfica es el erizo…
El erizo, o más bien el caracol...
El tercer modelo ni desvela ni construye; tiene que ver con la aprehensión rítmica o vibrátil del suceso. El erizo al que me refiero es el erizo poemático de Derrida, que está a medio camino entre el modelo de revelación y este tipo de aprehensión. A diferencia del cangrejo ermitaño, éste es un ser humilde y temeroso que se hace una bola cuando ve venir el peligro. Así cree defenderse, pero...
Se expone a la muerte…
Se expone, sí. Expuesto, indefenso a pesar de sus púas. Pero no siempre muere. Y es curioso que hable de ello precisamente ahora, pues acabo de volver de un viaje en el que tuve la suerte de encontrarme a una persona que recogió a un erizo malherido. Numerosas familias de garrapatas habían anidado entre sus púas envenenándole la sangre y debilitándole al máximo. En Menorca dicen que a menudo los erizos heridos se acercan a las casas como pidiendo auxilio. A éste le diagnosticaron poco tiempo de vida. Pero G decidió hacer lo posible para resucitarlo. Yo apartaba con cuidado sus púas, el animal dejaba que las aplastara con los dedos, para que G pudiese eliminar los parásitos. Todo erizo guarda un secreto. Todo erizo murmura. Todo erizo es un corazón latiendo. Éste, a los pocos días, volvió a caminar, a rastrear la hierba, a erizar sus púas. Volvió a esconder su secreto, aquel que, como dice Derrida, nos gustaría aprehender y aprender de memoria (par coeur)... Con la memoria-corazón. Pero se nos va. Y lo único que podemos hacer es devolverle la libertad para que, en algún otro momento, se nos vuelva a ofrecer.
Es preciosa la imagen del erizo poemático, e importante la referencia a la humildad. Hoy en día se prima y se premia demasiado al autor en detrimento de la obra, de lo que dice la obra. En la antigüedad los poetas eran anónimos, y todavía lo son en las sociedades tradicionales. Lo importante era lo que decían, no quienes lo decían. Cuando primamos al creador, el tema pierde importancia. En el tercer modelo que propongo, el autor forma parte de la obra, de la misma manera que en la teoría de la relatividad el observador forma parte de la observación y del resultado de la misma.
Entiendo que usted está más próxima al caracol que al erizo, la araña o el cangrejo ermitaño…
Sí, el caracol es mi propuesta para el tercer modelo, que es el que corresponde mejor a los tiempos actuales. ¿Por qué el caracol? Por varias razones. La primera es que no adopta conchas ajenas, sino que va creciendo con la suya. El animal y su concha son una sola cosa. Así, el poema hoy en día. Una canción sin música no es una canción, sin letra tampoco, pero ni la música ni la letra de la canción son la canción. En el poema, después de las vanguardias, esto es aún más evidente. No puede hablarse ya de forma y contenido sin retroceder a una manera obsoleta de entender el poema. Entre el animal y su concha no hay diferencia funcional. La segunda razón, es que el caracol es más humilde aún que el erizo y, aunque más indefenso, es también más sabio: cuando nota que las circunstancias son inadecuadas para él (cuando no hay oído dispuesto a la escucha) se contenta con cerrar con el opérculo, una especie de cera que él segrega, el orificio de su concha. Se recluye en sí mismo hasta que haya humedad suficiente. La humedad es buen conductor del sonido y el poema es resonancia... Entonces el animal saca de nuevo sus antenas, desliza su cuerpo fuera de la concha y se desliza a ras de suelo, bajo el la fronda. Cierto que el caracol es frágil: cualquiera podrá pisarlo y entonces todo él, concha y animal, estallará...
Soy caracol, me siento caracol… pero tengo que seguir aprendiendo su humildad.
¿Qué parte del poema se escribe desde “un mí que actúa y controla” y cuál desde un “sin mí, en el que algo, sin embargo, se hace”?
La parte esforzada es el mí que controla. Puede escribirse un ensayo desde ese mí, pero no puede darse el poema. La otra parte, eso de mí que yo no soy, es la que encuentra el poema. Cuando dejamos de esforzarnos, cuando liberamos las vías, entonces se hace el poema, se da. Hace falta una dosis de confianza para que eso ocurra. Confianza en esa parte de uno capaz de tomar conciencia de la realidad en su proceso. Porque la realidad no es algo que esté hecho, sino que se está haciendo, sucediendo. No está dada, ni tampoco se la construye: es un puro hacerse, un continuo proceso, y el que está a la escucha forma parte también de ese proceso. Lo que me interesa, es esa conciencia, y ser capaz de dejar que algo de ese suceder pueda tomar forma para expresarse a través de mí. Eso sería el segundo paso, la expresión. Pero para lo primero hace falta, como decía Bashò, saber adelgazarse. Adelgazar el yo, dejar de atender a la propia historia, despejar los canales de recepción.
Hablar de adelgazar el yo en un momento en el que todos los estímulos tienden a insuflarlo suena casi a provocación…
Sí, ése es el problema… Pero no, no pretendo provocar nada. Simplemente pienso que es el camino correcto si uno quiere decir algo que tenga sentido.
Uno de los asuntos sobre el que se detiene en el ensayo es la degradación del arte. Me gustaría saber de qué modo se puede traicionar el poema.
Tal como lo veo, el poema ha de entenderse actualmente como obra de arte. Un poema es una obra (de arte), la palabra “arte” entre paréntesis dado que “obra” y “arte” eran, en sus inicios, términos sinónimos. La degradación del arte empieza cuando se le pone mayúscula a la palabra arte y cuando, acto seguido, el autor o su firma empiezan a valer más que el resultado de su hacer. La degradación del arte se inicia con el enaltecimiento del artista, y termina con la mercantilización de la obra. Lo mismo pasa en las artes plásticas que en las literarias. El poema se traiciona cuando lo que se da a conocer es el nombre del autor y no el poema.
Otra reflexión interesante en el libro, cuando sugiere que deberíamos interrumpir más que intervenir en la realidad. ¿Por qué el hombre se empeña a interrumpir, en dominar la realidad en vez de dejar que se diga en nosotros en… no sé, bailar con ella?
Bailar… qué bonita imagen… una danza de partículas… la danza de Shiva... No nos damos cuenta de que formamos parte de todo esto. Lo queramos o no formamos parte de la danza, estamos danzando. Sin embargo sí, queremos controlarlo todo… Participo de la idea de que la especia humana es una plaga que está, si no acabando con el planeta, al menos modificándolo drásticamente. Pero ¿hasta qué punto las plagas no son también necesarias para la transformación? Formamos parte, lo queramos o no, de un universo en perpetua mutación. Puede que el crecimiento desmesurado de nuestra especie destruya este planeta, pero ¿cuántos planetas no se han destruido en el universo? ¿Cuántos se destruyen en cada instante? ¿Tan importantes somos? ¿Qué nos lleva a creer que seamos algo más que partículas erráticas?
Apenas nada…
Nada. Nosotros nos extinguiremos y probablemente también nuestro planeta, como tantos otros lo hacen en todo momento. El universo seguirá latiendo. Shiva seguirá danzando. Por eso es importante la humildad. Tomar conciencia de que apenas somos nada facilitaría las relaciones entre todos, haría posible la compasión… La humildad es una tarea, para la ciencia, para el arte y, por supuesto, para los políticos…
Al final se trata de eso, de abajarse, en cualquier camino, en el vocacional, el religioso, el personal, el poético, adelgazar el ego…
Sí. Pero, indudablemente, vamos en camino contrario. Si reparásemos en las doctrinas de la India, que he estudiado durante muchos años, veríamos que todas son metodologías para ese adelgazamiento, que es un trabajo de la conciencia en el que es fundamental la observación de la propia mente. La mente, como la describen las escuelas budistas, no es más que una sucesión de dharmas, chispas o partículas fugaces que se suceden al modo en que lo hacen los fotogramas de una película dando, al proyectarse, la impresión de un movimiento continuo. Si a cada uno de estos fotogramas le añadimos un “yo” tendremos la impresión de que ese yo existe sustancialmente, pero no es más que una ilusión. La cultura occidental, en cambio, ha hecho del “yo” su piedra angular. Y es lógico si pensamos que el pensamiento europeo después de ser griego fue cristiano: el cristianismo necesita de individuos bien diferenciados que quieran perdurar eternamente. John Locke y David Hume, dos filósofos empiristas, se percataron del problema, pero nadie recogió el testigo. La crisis de la subjetividad, en el pensamiento del siglo XX, tan sólo alimentó a la criatura.
“En un principio era el hambre”. El hambre se origina en las entrañas, es auténtico.
El yo es hambre. Todo individuo, desde que viene al mundo es hambre. El mundo es el círculo del hambre. Seres que se reproducen y se alimentan unos de otros en una cadena circular de mutua dependencia y producción perpetua. ¿Puede imaginarse un sistema más eficaz? El universo del que formamos parte es un perfecto mecanismo de retroalimentación. ¿Podría ocurrírsele a alguien inventar un ingenio más perverso?
¿De qué manera podemos alimentar el alma, la conciencia, y el cuerpo sin grasas saturadas?
Hablábamos antes de la confianza... El problema surge cuando dejamos de confiar en el animal que somos. El animal es aquello que de ti sabe mucho más que tú, sabe en todo momento qué nos conviene y nos lo dicta. Es porque des-oímos al animal que somos que nos apartamos de lo que más nos conviene.
Lo hemos domesticado…
Ciertamente. Hemos sobreestimado el aparato racional. La mente es un instrumento valioso, pero la lógica no puede o no debería suplir ni hacer obstáculo a aquel saber anterior, inmediato y de mucho más calado que hemos reducido a la palabra “instinto”.
Otro fulgor en el libro: “no busco la memoria del deseo, sino la paz del origen”. ¿Esa paz es fugaz o sostenida?
La paz, si es que se encuentra, suele ser momentánea; difícilmente puede prolongarse porque difícilmente podemos mantenernos en ese punto sin tiempo, sin deseo, en el que se hace posible. El deseo es un ir y venir del pasado al futuro, del futuro al presente: se quiere lo que se recuerda con agrado, se rechaza lo que se recuerda con desagrado. Recuerdos y proyecciones, rechazos y querencias nos mantienen en ese movimiento que crea la cuerda del tiempo. Pero la paz es descanso, por eso sólo puede darse fuera del tiempo, en un instante. Ese instante es eternidad, que no quiere decir tiempo perpetuo, sino salida fuera del tiempo. Es espacio ensanchado, origen y término a un tiempo.
“No hay misterio en esa gota de agua cayendo sobre el agua, sino acontecimiento”. Pero, ¿el acontecimiento mismo no es ya un misterio?
La gota de agua a la hace referencia tiene que ver con Tarkovsky. En sus películas el agua es una imagen recurrente, muy a menudo en forma de gota cayendo lentamente. Una vez le preguntaron por el significado de esa gota; respondió que no quería decir nada, que simplemente era lo que era, una gota de agua cayendo. Me pareció muy ilustrativa la respuesta en lo que respecta al haiku, pues ese tipo de poema responde a la percepción del instante, y ésta no admite rodeos. La gota cayendo, si uno la recibe sin memoria, sin el re-conocimiento de otras gotas anteriores, se convierte en un instante abierto, pleno. La gota de Tarkovski no es una metáfora; tampoco lo es un haiku. Cualquier explicación metafísica sería un rodeo inútil. La mente siempre procura entender y para ello recurre a las explicaciones, pero en cuanto lo hace la magia se desvanece, ya no estamos en presente. Y en el haiku de lo que se trata es de transmitir la experiencia pre-racional de esa gota o de eso que ocurre en ese instante, aquí y ahora. Eso es un acontecimiento.
La pérdida, una constante en su obra, ¿es aquello que nos coloca en el límite?
Es una de las situaciones que nos ponen al borde del abismo, ciertamente. Pero hace falta saber aprovecharlo. Contemplar esa ausencia, su vacío, sin pretender llenarlo de inmediato. En toda pérdida algo propio se pierde. Y esto desaloja un vacío más real que cualquier otra cosa.
Otra pauta en su poesía, el dolor. Huimos de él, no sólo del dolor físico (hay medicamentos para todo tipo de dolor en cualquier gradación) sino del dolor espiritual. ¿Hay que entregarse a él en vez de combatirlo o esquivarlo?
La solución, de haberla, sin duda no es el combate sino la aceptación. Cuando aceptas te relajas y dejas que las cosas sucedan, y eso es importante porque el cuerpo tiene su manera de paliar, de eliminar, de aminorar o de adaptarse al dolor. Se trata de nuevo de confianza, de calmar a la mente como a un perro inquieto que quiere escapar a toda costa porque lo que desea es un estado placentero. La existencia no es algo placentero.
¿Y merece la pena?
(…) Yo diría que no. Más bien es una condena.