La Ley de Autonomía Personal y Atención a la Dependencia ha perseguido desde su aprobación, en diciembre de 2006 muchos objetivos, pero quizás, bajo nuestro punto de vista, dos de los propósitos más relevantes de la Ley siguen sin alcanzarse después de catorce años: promover la autonomía y la vida independiente de las personas dependientes y una financiación suficiente y estable para que a todas las personas que se puedan acoger a esta Ley no nos suponga un desembolso económico por encima de nuestras posibilidades que, paradójicamente, no nos permita vivir de una forma autónoma. 

 

El reconocimiento de un grado de dependencia y que este reconocimiento se torne en un derecho exigible que nos permita acceder, no de una forma benéfica, sino por derecho, a una prestación del catálogo de servicios de la Ley es, sin lugar a dudas, lo fundamental del proyecto, lo que convierte a esta Ley en un hito en la forma de entender y de proveer de apoyos a las personas dependientes, pero no es menos cierto que cualquier ley que genere tantas expectativas en personas y familias tan expectantes como nosotros y no lleguen a cumplirlas, como mínimo requiere de un acto de reflexión por parte de todos. Muchas de estas expectativas no se han cumplido porque la Ley está a falta de financiación y, por extensión, porque no hay un acuerdo entre el Estado central, las comunidades autónomas, los ayuntamientos y las corporaciones locales para saber qué porcentaje aporta cada administración al mantenimiento de esta Ley. Sí sabemos quién está soportando de una forma gravosa e infame el coste de los servicios que oferta el catálogo de prestaciones del sistema de dependencia y esas son las propias personas dependientes y sus familias. Hasta el ochenta y el noventa por ciento de los ingresos de una persona dependiente los tiene que destinar para hacer frente al coste de una plaza diurna o una plaza residencial o el acceso a unas terapias dejando apenas un diez por ciento de nuestros ingresos para afrontar gastos medicinales, atuendo, ayudas técnicas y un largo etcétera que forman parte de los gastos de una persona que vive. ¡Vamos!, que, como popularmente se dice, no nos han dejado ni para tomar un café.

 

Y en materia de asistencia personal, ¿cómo estamos? Pues a la cola de las expectativas que generó el sistema de dependencia y promoción de la autonomía personal. Aún estamos en la fase de entender que las personas dependientes podemos, queremos y tenemos derecho a decidir qué queremos hacer con nuestra vida y que con los apoyos necesarios en cada momento de nuestra vida podemos, queremos y tenemos derecho a vivir de una forma autónoma, participativa, contributiva y en comunidad. Como suele ocurrir siempre, la sociedad civil y, en este caso, las entidades sociales configuradas en torno al CERMI Estatal vamos muy por delante de “lo público” y del derecho y en este caso llevamos más años que la propia Ley de autonomía personal y atención a la dependencia gestionando servicios y promoviendo la asistencia personal, los proyectos de vida, el respeto a la toma de decisiones, la libre elección de nuestro asistente personal, la formación, entre otros aspectos nucleares de la asistencia personal. Sabemos, de una forma conceptual y empírica, cómo abordar los anhelos de las personas dependientes de vivir, preferentemente, en nuestro entorno familiar con los apoyos individuales que cada uno de nosotros necesitamos en función de nuestro proyecto de vida, principalmente. 

 

Algunas administraciones públicas, las menos aún, están promoviendo la asistencia personal y la vida autónoma de la mano de las entidades sociales y lo están haciendo en clave de éxito. El reto es que cualquier persona dependiente, con independencia del lugar donde resida, pueda acceder a la asistencia personal en igualdad de condiciones para llevar a cabo su proyecto de vida y sumar al desarrollo y el progreso de esta sociedad. A este gobierno le pedimos que dialogue mucho con nosotros sobre este tema y sobre otros muchos, por supuesto, nadie mejor que nosotros para saber lo que necesitamos.