Homenaje a Alberto Arbide, primer presidente del CERMI
Alberto Arbide, un hombre de bien
Por Rafael de Lorenzo, secretario general del Consejo General de la ONCE
Hace ya bastantes años vino a visitarme Alberto Arbide cuando yo desempeñaba la responsabilidad de vicepresidente ejecutivo de la Fundación ONCE. Me planteó la posibilidad de que nuestra Fundación colaborase en una iniciativa suya relacionada con un proyecto en un país de América Latina. Su planteamiento siempre prudente, respetuoso hasta el límite, comprensivo de antemano, cualquiera que fuera la respuesta, y reconocido por el simple hecho de escucharle, lo cual se convertía en agradecimiento para siempre si realmente obtenía algún tipo de apoyo. Me llamó poderosamente la atención y me conmovió personalmente al constatar con qué convicción y entusiasmo planteaba las cosas y, a la vez, con qué exquisita capacidad de encaje y respeto correspondía al interlocutor. Afortunadamente, pudimos colaborar y allí se inició una relación personal que se prolongaría durante largos años y de la que conservo un recuerdo vivo de agradecimiento, respeto y afecto hacia la persona de Alberto Arbide.
Ya en la década de los años 90, y tras haber iniciado nuestra apasionante andadura colectiva de puesta en marcha del CERMI, volvimos a encontrarnos. ¡Hay qué ver cuántas vueltas da la vida! Y en esta ocasión, en su condición de presidente de FEAPS. Se nos planteaba en el CERMI la siempre ardua tarea de acordar el reparto de responsabilidades y, especialmente, la de elegir a la persona que desempeñase la Presidencia. Ciertamente, la circunstancia de que la persona de consenso fuese Alberto facilitó considerablemente el acuerdo final. De este modo, se inició una etapa de colaboración entre Alberto y yo, como presidente y secretario general del CERMI, respectivamente, que no sólo fue fructífera, sino que, además, resultó extraordinariamente grata y llena de afecto en lo personal.
Recuerdo a Alberto en su línea inveteradamente prudente y discreta, dispuesto en todo momento a facilitar las cosas, cediendo generosamente ante cualquier situación de dificultad o tensión y realizando una labor de acercamiento de posturas, de propiciar la suma de esfuerzos y generar el mejor clima de entendimiento entre todos.
Me llamó poderosamente la atención y me conmovió personalmente al constatar con qué convicción y entusiasmo planteaba las cosas y, a la vez, con qué exquisita capacidad de encaje y respeto correspondía al interlocutor.
Mi “lucha” constante con Alberto era la de convencerle, en cada ocasión, que determinados roles o presencias debían ser asumidos por el presidente y no por el secretario general del CERMI. Su actitud de afecto y de apoyo a mi persona le llevaban, en numerosas ocasiones, a pedirme que determinadas intervenciones en público o ante altas instancias del Gobierno y de otros órganos institucionales las asumiera yo, pero siempre mi postura fue llevar a su ánimo, y lo conseguí casi siempre, que en las organizaciones cada uno debe desempeñar el papel que le corresponde con arreglo a la confianza y la tarea de los órganos de dirección que la organización nos encomiendan a cada uno, y que lo primero y principal era que el presidente del CERMI actuase siempre y fuera respetado, sin excepción, como el presidente de todos. Y en ese objetivo centré algunos de mis esfuerzos en aquella época, siempre reconocidos por Alberto, no sin protestas por su parte, pero asumiendo con seriedad y rigor su responsabilidad, aunque él pensaba sinceramente que en la dirección del CERMI había otras personas que podían asumir esos papeles de manera más eficaz o llamativa, pero el presidente era él y debía asumirlas. Las asumió y lo hizo con su estilo propio de hombre prudente y discreto, militante de lo que defendía e integrador en sus planteamientos y en su forma de hacer las cosas.
Son muchas las anécdotas y batallas que podría relatar ahora y que compartí estrechamente con Alberto Arbide, pero en todas ellas siempre hubo un común denominador: su fe y verdadera voluntad de hacer las cosas bien para conseguir los objetivos y para que todos se sintieran implicados confortablemente en la misión colectiva que habíamos asumido.
Como en la más conocida canción de la inolvidable “Casablanca”, “el tiempo pasa” y pasa para todos. Alberto dejó la Presidencia del CERMI y se dedicó de manera más específica a trabajar en los duros foros de la Unión Europea. Yo dejé la Secretaría General del CERMI y me concentré en otras responsabilidades más internas de la ONCE, pero quiero dejar constancia en estas líneas que el recuerdo de aquella etapa va íntimamente ligado a la figura de Alberto Arbide, del que mantengo el mejor concepto y mayor afecto. Cuando nos encontramos, esporádica y casualmente, en algún acto de nuestro sector, nos expresamos de manera renovada la gran alegría de vernos de nuevo y aparecen en seguida las anécdotas de tantos años colaborando juntos en un proyecto como el CERMI, que tantos éxitos ha acarreado para el sector de la discapacidad en estos últimos años, bajo la Presidencia de Luis Cayo Pérez Bueno.
No me cabe más que reconocer aquí, en este momento en el que celebramos el 15º aniversario de la constitución formal del CERMI, aunque ya había nacido de manera pujante en 1993, que Alberto Arbide contribuyó decisivamente a su desarrollo y fortalecimiento y que en todo momento actuó tal y como es él mismo: como un hombre de bien.